Pablo L. Crespo Vargas
Este cuento de suspenso, redactado en el segundo trimestre del pasado año, fue publicado en la antología literaria: Abrazos del Sur, 2013, del colectivo El Sur Visita al Sur, Inc. Es la segunda narrativa que he logrado publicar. Hoy, me he motivado a presentarla, luego de una charla con el amigo y escritor Alfredo Morales Nieves y de haber comenzado a leer su novela El muerto, la cual presenta temas muy inquietantes...
Este cuento de suspenso, redactado en el segundo trimestre del pasado año, fue publicado en la antología literaria: Abrazos del Sur, 2013, del colectivo El Sur Visita al Sur, Inc. Es la segunda narrativa que he logrado publicar. Hoy, me he motivado a presentarla, luego de una charla con el amigo y escritor Alfredo Morales Nieves y de haber comenzado a leer su novela El muerto, la cual presenta temas muy inquietantes...
El
árbol de quenepa
Octavio
se levantó de su cama, notó que ya había salido el sol, llevaba una pijama de
líneas verticales color plateado raro que eran disimuladas por la blancura
añejada de la tela de algodón. Su
atuendo, siempre le había parecido una versión modificada de la ropa que
llevaban los presidiarios, aunque nunca los había visto se los imaginaba como
seres fieros y sanguinarios que mataban y robaban por placer. Esta idea del presidiario, al reflexionar, le
parecía exagerada. Sin embargo, así su
abuela le había contado. Extrañaba las
narraciones de este singular ser casi centenario y que aún veía caminar por los
pasillos de la casa, pero ya no le hablaba, ya no le contaba anécdotas ni
realizaba cuentos de mucha imaginación.
El
relato que más le causó impresión fue el de los soldados que se preparaban para
combatir a un fiero invasor; invasor que al llegar fue recibido como libertador
por esos mismos hombres que un día habían jurado luchar hasta morir pero que al
llegar el momento lo único que hicieron fue servir de perros falderos y de
bufones para divertir al recién llegado.
La abuela en medio de la narración los maldecía y les reprochaba su
hombría como si ellos estuvieran presentes.
Era la narración que más acaloraba a la matriarca del hogar. La llevaba a extremos que nadie hubiera
imaginado, ya que sollozaba con ira deseando no haber estado sufriendo de
fiebres intermitentes producto del escorbuto provocado por la falta de
alimentos que azotó la zona debido al bloqueo que el invasor cometía desde
inicios del conflicto. Solo si hubiera
tenido la fuerza suficiente de tomar un arma, fuera esta un fusil o un machete,
se hubiera enfrentado a ese invasor que no permitía la entrada de productos
necesarios para la población.
-¡Cobardes! - era su grito para
finalizar la historia, luego se quedaba callada, en sufrimiento y amargura por
horas hasta que decidía acostarse en su hamaca, donde destilaba sus
sentimientos separando el odio del razonamiento.
-Pobre abuela, - pensaba el joven
que recién había dejado la niñez – ya no me habla, ni siquiera me
reconoce. Le paso por el lado y tampoco
me mira, sólo solloza y se lamenta de una pérdida que desconozco.
Todas
las mañanas era igual, su abuela en un mar de lágrimas, su madre vestida de
negro y su padre siempre inmerso en sus negocios. Para el joven, ninguno de los tres notaba su
presencia. Ya se había acostumbrado a
la rutina mañanera de ser ignorado por todos
en la familia, inclusive los criados, un varón y tres mujeres de edad
considerable que realizaban cada una de las tareas del hogar. El joven ya había adquirido la costumbre de dirigirse
a la persiana y desde allí observar a los niños y jóvenes que se reunían a jugar
frente a la acera de la recién fundada estación de carros públicos. Desde su posición contemplaba como estos se
divertían lanzando un balón de un lado hacia otro. Nunca lo habían dejado compartir con otros
niños por lo cual ya no se molestaba en pedir permiso.
-Esta
mañana será diferente, - se dijo -saldré a jugar sin permiso, prefiero que me
regañen a seguir pasando los días aquí.
Caminó
lentamente hacia la puerta principal, al acercarse a varios pasos se
detuvo. No sabía si debía salir por allí
o utilizar la puerta que se encontraba en la cocina. El salir por la cocina tenía la ventaja de
evitar ser visto por sus padres, sin embargo, tendría que darle media vuelta a
la parcela para poder llegar al portón que comunicaba con la acera que llevaba a
donde los demás niños jugaban. No vaciló
más, caminó los pasos que le faltaban, tomó la manija giratoria con sus manos
para abrir la puerta pero esta se mantuvo inmóvil. No entendió, miró para ambos lados del
pasillo y realizó un segundo intento.
Nuevamente, no funcionó. Continuó
en repetidas ocasiones hasta que vio que su abuela se acercaba. Del susto salió corriendo hacia la cocina con
la intención de usar la salida que allí se ubicaba y que llevaba al patio
posterior.
Al
llegar a la cocina se detuvo frente al portal que estaba abierto, miró para
todos lados y corrió hacia el exterior.
No se detuvo hasta que llegó frente a los demás jóvenes. Ninguno lo percibió. Sentía nuevamente que lo ignoraban, que su
presencia era invisible. No se atrevió a
acercarse a ellos, por lo cual comenzó a llamarlos, a la vez, que aleteó sus
brazos y realizaba brincos, pero no hubo resultados. No aguantó mucho y corrió nuevamente a su
casa.
Al
pasar por el patio posterior notó que el árbol de quenepa, que siempre había
visto frondoso y que cada julio comenzaba a dar los frutos que tanto a él
gustaba estaba cortado transversalmente a unos tres pies del suelo. Se le notaba una infinidad de anillos,
reflejo de su longevidad. Sin embargo,
¿quién lo había cortado?, ¿por qué?, si ese árbol era toda una bendición. Por un lado, daba una envidiable sombra donde
todos en la casa podían buscar refugio esas tardes veraniegas de insoportable
calor. Por otro lado, brindaba desde
julio a septiembre ese fruto tan jugoso, tan apetecible, tan mortal.
-¡Tan
mortal!-, Octavio quedó pensativo por unos segundos luego de esta exclamación
que lo dejó perplejo, agonizante y en sufrimiento. En otra milésima de segundo los recuerdos de
aquella mañana soleada le llegaron a su mente.
Estaba solo en el patio, los demás estaban preparándose para el
desayuno. Octavio prefirió esa mañana ir
al patio y divertirse con sus gallinas.
Le encantaba correrlas, aunque era un juego de niños siempre le había
apasionado asustarlas y ver sus intentos de vuelo para poder escapar de
él. También recordaba el ramillete de quenepas
recién cortado del árbol y que sostenía en su mano izquierda. Al principio degustaba una quenepa a la vez,
pero según las consumía su paladar le pedía más. Luego de escupir la octava pepa decidió
atragantarse tres de sopetón, aun así continuó persiguiendo a las gallinas.
No
debió hacerlo, ya que luego de varios pasos se tragó la que parecía de mayor
tamaño. En ese momento sintió que se
ahogaba, que el aire no le llegaba a los pulmones. Su reacción inmediata fue llevarse las manos
a la garganta para apretar su cuello y ver como la pepa del fruto salía. Quería gritar por ayuda, pero no le salían
las palabras. Quería correr hacia la
entrada de la cocina, pero ya no tenía fuerzas en sus piernas. Quería vivir, pero ya era tarde.
Me encantó.
ResponderBorrarMientras lo leía, lo imaginaba todo tan real. Fue un deleite leerlo.
Gracias Diane. También te recomiendo el de la testigo de Jusefa Ruiz.
BorrarQuizás lo lea también. Gracias.
ResponderBorrarSobre las relaciones escritas por el Fray Jerónimo Ramón Pané hay que aclarar que no se relacionan con su convivencia con la etnia taína sino con la macorix.
ResponderBorrarCuando Cristóbal Colón le pidió a Pané que viniera a la Isla de San Juan, ahora Puerto Rico, a apaciguar a los indígenas que se sublevaban, Pané le dijo a Colón que él no sabía hablar taíno sino macorix.
Macoriges, lucayos o guanabateyes como los llama Ricardo Alegría, taínos, caribes y siboneyes eran las etnias que vivían en las Antillas al momento de la conquista e inicio de la colonización.
Sobre este tema espero estar haciendo una publicación investigativa muy pronto. Hay evidencia de sobra que la historia ha sido manipulada y "simplificada". En Puerto Rico vivían al menos 3 de esas etnias al momento de la conquista.
Yo prefiero hacer como el historiador Adolfo de Hostos general de Puerto Rico, e hijo del Prócer Eugenio M.De Hostos que se refiere a los indígenas como indígenas, aborígenes o nativos, porque nadie, NADIE, NI UN SOLO ARQUEÓLOGO DE PUERTO RICO O DEL MUNDO, nadie puede hablar con 100% de seguridad si están hablando de taínos, caribes, lucayos, macoriges o siboneyes.
Sacando los siboneyes que solamente habitaban Cuba, los demás se movían y habitaban las restantes islas del arco caribeño.
Saludos Lourdes. Gracias por tu aportación. Soy de los que cree que la historia está sujeta a nuevas investigaciones e interpretaciones y es por eso que existen estos espacios para poder motivar el desarrollo de estudios que presenten nuevas formas de ver las cosas. Gracias nuevamente y tienes a tu disposición la página de Akelarre: Historia y Ficción para presentar cualquier ensayo sobre este particular u otro, así como a la editorial para cualquier publicación. Actualmente se están corriendo varios proyectos de mucho interés sobre las poblaciones aborígenes y en su momento se estarán publicando por estos medios.
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