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viernes, 15 de junio de 2018

Mi idea de una gran novela puertorriqueña


MI IDEA DE UNA GRAN NOVELA PUERTORRIQUEÑA
Por Milagros Alameda-Irizarry

…la novela que quiero leer. Hace años
que la estoy buscando, y confieso que
es muy difícil complacerme.

Fernando Picó


Todos estamos escribiendo el mismo
libro, al final de cuentas. Y ese mismo
libro, al final de cuentas, es nada.

Roberto Bolaño

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En el año 1993 leí un artículo sumamente interesante en el que el autor se quejaba de que en Puerto Rico nadie escribe novelas largas, novelas con muchos personajes sacados de la vida real, personajes que van al supermercado y a la farmacia. Novelas de quinientas páginas como las que aparecen en la lista de las más vendidas del New York Times. Los argumentos me parecieron muy válidos y razonables por lo que decidí aceptar el reto que se me presentaba pensando que ninguno de nuestros escritores consagrados iba a ponerse a escribir quinientas páginas de mentiras en una época en la que las novelas muy largas no estaban de moda. Yo había leído algunas novelas largas en mi juventud: Don Quijote, La montaña mágica y otras que me habían impresionado profundamente. Pero esos eran otros tiempos. Dado que ya los verdaderos escritores no escribían cosas tan voluminosas y originales, pensé que esta era mi gran oportunidad para lucir mis dotes de narradora y al mismo tiempo continuar el diálogo entablado con libros que yo había estado leyendo desde que era chiquita. Entonces, con un lenguaje prestado y unas ideas desgastadas por el uso y el tiempo, con muchas referencias veladas o descubiertas (intertextualidad, según algunos), me puse a reinventar una historia que podría ser (más o menos) la historia de cualquier familia de las muchas que habitan en las páginas de todos los grandes narradores de la historia literaria. Mi novela contaría la historia de una familia puertorriqueña de antepasados indígenas y africanos y comenzaría contando sobre los orígenes remotos de los primeros puertorriqueños que aparecieron en la isla. Naturalmente, de aquí pasaría a escribir largo y tendido sobre los quinientos años de ocupación y coloniaje. Después de agotar este tema pasaría a contar con gusto el advenimiento de la República de Puerto Rico, hecho que yo colocaría, esperanzada, en el siglo XX por ser ese mi tiempo, más o menos durante los años treinta o cuarenta. Esta primera parte de la novela cubriría por lo menos trecientas páginas. Entonces introduciría la historia de esa gran familia puertorriqueña de antepasados indígenas y africanos. Naturalmente incluiría algunos personajes españoles y norteamericanos quienes tendrían mucho que ver en el desarrollo de mi historia. Las alegrías y vicisitudes de esa familia serían innumerables. No faltarían secretos, pecados imperdonables, maldiciones, presagios, bodas, solteronas, muchachas fértiles, hombres estériles, nacimientos, bautizos, tíos borrachones, esposas celosas, madrastras, abortos, infidelidad conyugal, viajes de placer a Nueva York, viajes no tan placenteros a la gran manzana, jiras a La Parguera y al balneario de Boquerón, viajes por la autopista de Ponce con paradas en el Monumento al Jíbaro, celebraciones del cuatro de julio, la diosa Mita, Walter Mercado, la comadre, caseríos, urbanizaciones, arroz con habichuelas, sopas Campbell, chillo  entomatado, mofongo con caldo de pescado, chuletas can-can, debutantes, vejigantes, estudiantes de medicina en España, problemas de identidad sexual, problemas de identidad nacional, viajes furtivos a la farmacia los viernes por la noche, independentistas, socialistas, vende-patrias,  asesinatos políticos, crímenes pasionales, obreros de la caña, rompehuelgas, maestros, curas, monjas, actrices de telenovelas, cubanos, dominicanos, escritores, abogadillos, música popular, gente pobre, gente rica, choferes de carro público, emigrantes. Paro aquí porque la lista sería literalmente interminable. La parte más densa de la novela la dedicaría a contar la historia de Vibia P, miembro infame de esa gran familia, mujer de una belleza legendaria, autora de un crimen horrendo -con repercusiones a nivel nacional- encarcelada, a punto de morir en la horca, loada por muchos, denigrada por todos. Pensaba que esto sería suficiente para completar mis quinientas páginas y concluir con la apoteosis de lo perfectamente logrado, cumplido, acabado. Fue tal mi ingenuidad y audacia, que pensé que los verdaderos narradores me perdonarían el atrevimiento y que tendría todo el tiempo del mundo para escribir mi gran novela. Acomodada en el carro del autoengaño me dediqué a escribir muy lentamente. Para el año dos mil ya tenía escritas casi diez páginas cuando, por razones que no puedo explicar, olvidé el proyecto de la novela y me puse a recordar y a escribir sobre cosas reales o imaginadas que yo había experimentado durante mi niñez y juventud. De esta purgación mental surgió La isla de los monos silvestres y otras cosas que actualmente continúan tratando de abrirse paso, con poco brillo y mucha oscuridad, por las regiones vastas de la cultura boricua en Filadelfia. Pero la diarrea verbal no paró ahí. Después de los monos, después de Maguayo y el payaso Melaíto, se me ocurrió escribir sobre la vida en Filadelfia. Me compré una computadora con la esperanza de acelerar mi proceso creativo, puse mis notas en archivos digitales y afortunadamente volví a encontrarme con La novela de Vibia P. Entonces me obsesioné con las bibliotecas y las librerías de viejo, compré muchos libros y los organicé siguiendo el sistema de la Biblioteca del Congreso. Entonces las ideas comenzaron a llegarme de manera precipitada y caótica. Saqué a la luz un par de cuentitos: Ascensor y La biblioteca. El tiempo comenzó a correr desenfrenadamente, me caí del carro o me volví a acomodar en el carro, no sé. Cuando pensaba que estaba escribiendo en el archivo de La novela de Vibia P en realidad estaba escribiendo en el de la vida en Filadelfia. Cuando finalmente me percaté del caos en que se hallaban mis archivos y notas ya era tarde para arreglarlos. Por más que trataba de separar unas ideas de otras ellas se negaban a desenredarse. Habían adquirido un carácter pegajoso y agridulce, como de mangos podridos. Me pasé muchas noches velando, pensando, tratando de que las ideas se acomodaran y fluyeran con lógica. Pero todo fue inútil. Mi incompetencia en el campo de la tecnología lo hacía todo más difícil. Muchas veces pensé mandar la computadora al diablo. Si no lo hice fue porque pensé que quizás podría sacar algo en claro de aquel embrollo. En esas estaba cuando el año 2013 me sorprendió con la aparición de una gran novela puertorriqueña de más de quinientas páginas: Barataria, de Luis López Bauzá. Mi primera reacción: “¡Coño! ¿Cómo es posible? ¡Nunca la leeré!”

Transcurrieron varios meses, la curiosidad me roía. Con la excusa de unas vacaciones en el Caribe me fui a Puerto Rico para comprar el mamotreto: dos volúmenes, novecientas ocho páginas. Espantada, abordé el avión otra vez y regresé a Filadelfia. Pasaron varios días antes de que me decidiera a comenzar la lectura. La novela me asustaba, no sólo por lo larga que era sino también porque la imaginaba sólida, bien escrita, deslumbrante, capaz de conmoverme, llena de frases sabihondas, urdida con maestría, digna de llamarse gran novela puertorriqueña.

Entre unas cosas y otras la lectura me tomó una semana más o menos y tengo que admitir que Barataria cumple lo que promete y más. Obviamente ya no es necesario que yo escriba la gran novela puertorriqueña. Pero me rehúso a suprimir las pocas páginas que el caos en mi cabeza produjo.  Aquí van, en un frangollo que quiere ser literario y que sólo aspira a la luz de unos ojos indulgentes…


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