MI IDEA DE UNA GRAN NOVELA PUERTORRIQUEÑA
Por Milagros Alameda-Irizarry
…la novela que quiero
leer. Hace años
que la estoy
buscando, y confieso que
es muy difícil complacerme.
Fernando Picó
Todos estamos
escribiendo el mismo
libro, al final de
cuentas. Y ese mismo
libro, al final de
cuentas, es nada.
Roberto Bolaño
En el año 1993 leí
un artículo sumamente interesante en el que el autor se quejaba de que en
Puerto Rico nadie escribe novelas largas, novelas con muchos personajes sacados
de la vida real, personajes que van al supermercado y a la farmacia. Novelas de
quinientas páginas como las que aparecen en la lista de las más vendidas del New York Times. Los argumentos me
parecieron muy válidos y razonables por lo que decidí aceptar el reto que se me
presentaba pensando que ninguno de nuestros escritores consagrados iba a
ponerse a escribir quinientas páginas de mentiras en una época en la que las
novelas muy largas no estaban de moda. Yo había leído algunas novelas largas en
mi juventud: Don Quijote, La montaña mágica y otras que me habían
impresionado profundamente. Pero esos eran otros tiempos. Dado que ya los
verdaderos escritores no escribían cosas tan voluminosas y originales, pensé
que esta era mi gran oportunidad para lucir mis dotes de narradora y al mismo
tiempo continuar el diálogo entablado con libros que yo había estado leyendo
desde que era chiquita. Entonces, con un lenguaje prestado y unas ideas
desgastadas por el uso y el tiempo, con muchas referencias veladas o
descubiertas (intertextualidad, según algunos), me puse a reinventar una
historia que podría ser (más o menos) la historia de cualquier familia de las
muchas que habitan en las páginas de todos los grandes narradores de la
historia literaria. Mi novela contaría la historia de una familia
puertorriqueña de antepasados indígenas y africanos y comenzaría contando sobre
los orígenes remotos de los primeros puertorriqueños que aparecieron en la isla.
Naturalmente, de aquí pasaría a escribir largo y tendido sobre los quinientos
años de ocupación y coloniaje. Después de agotar este tema pasaría a contar con gusto el advenimiento de la
República de Puerto Rico, hecho que yo colocaría, esperanzada, en el siglo XX
por ser ese mi tiempo, más o menos durante los años treinta o cuarenta. Esta
primera parte de la novela cubriría por lo menos trecientas páginas. Entonces introduciría
la historia de esa gran familia puertorriqueña de antepasados indígenas y
africanos. Naturalmente incluiría algunos personajes españoles y
norteamericanos quienes tendrían mucho que ver en el desarrollo de mi historia.
Las alegrías y vicisitudes de esa familia serían innumerables. No faltarían secretos,
pecados imperdonables, maldiciones, presagios, bodas, solteronas, muchachas
fértiles, hombres estériles, nacimientos, bautizos, tíos borrachones, esposas
celosas, madrastras, abortos, infidelidad conyugal, viajes de placer a Nueva
York, viajes no tan placenteros a la gran manzana, jiras a La Parguera y al
balneario de Boquerón, viajes por la autopista de Ponce con paradas en el
Monumento al Jíbaro, celebraciones del cuatro de julio, la diosa Mita, Walter
Mercado, la comadre, caseríos, urbanizaciones, arroz con habichuelas, sopas
Campbell, chillo entomatado, mofongo con
caldo de pescado, chuletas can-can, debutantes, vejigantes, estudiantes de
medicina en España, problemas de identidad sexual, problemas de identidad
nacional, viajes furtivos a la farmacia los viernes por la noche,
independentistas, socialistas, vende-patrias, asesinatos políticos, crímenes pasionales, obreros
de la caña, rompehuelgas, maestros, curas, monjas, actrices de telenovelas,
cubanos, dominicanos, escritores, abogadillos, música popular, gente pobre,
gente rica, choferes de carro público, emigrantes. Paro aquí porque la lista
sería literalmente interminable. La parte más densa de la novela la dedicaría a
contar la historia de Vibia P, miembro infame de esa gran familia, mujer de una
belleza legendaria, autora de un crimen horrendo -con repercusiones a nivel
nacional- encarcelada, a punto de morir en la horca, loada por muchos,
denigrada por todos. Pensaba que esto sería suficiente para completar mis
quinientas páginas y concluir con la apoteosis de lo perfectamente logrado,
cumplido, acabado. Fue tal mi ingenuidad y audacia, que pensé que los
verdaderos narradores me perdonarían el atrevimiento y que tendría todo el
tiempo del mundo para escribir mi gran novela. Acomodada en el carro del autoengaño
me dediqué a escribir muy lentamente. Para el año dos mil ya tenía escritas
casi diez páginas cuando, por razones que no puedo explicar, olvidé el proyecto
de la novela y me puse a recordar y a escribir sobre cosas reales o imaginadas que
yo había experimentado durante mi niñez y juventud. De esta purgación mental
surgió La isla de los monos silvestres
y otras cosas que actualmente continúan tratando de abrirse paso, con poco
brillo y mucha oscuridad, por las regiones vastas de la cultura boricua en Filadelfia.
Pero la diarrea verbal no paró ahí. Después de los monos, después de Maguayo y
el payaso Melaíto, se me ocurrió escribir sobre la vida en Filadelfia. Me
compré una computadora con la esperanza de acelerar mi proceso creativo, puse
mis notas en archivos digitales y afortunadamente volví a encontrarme con La novela de Vibia P. Entonces me
obsesioné con las bibliotecas y las librerías de viejo, compré muchos libros y
los organicé siguiendo el sistema de la Biblioteca del Congreso. Entonces las ideas
comenzaron a llegarme de manera precipitada y caótica. Saqué a la luz un par de
cuentitos: Ascensor y La biblioteca. El tiempo comenzó a
correr desenfrenadamente, me caí del carro o me volví a acomodar en el carro,
no sé. Cuando pensaba que estaba escribiendo en el archivo de La novela de Vibia P en realidad estaba
escribiendo en el de la vida en Filadelfia. Cuando finalmente me percaté del
caos en que se hallaban mis archivos y notas ya era tarde para arreglarlos. Por
más que trataba de separar unas ideas de otras ellas se negaban a desenredarse.
Habían adquirido un carácter pegajoso y agridulce, como de mangos podridos. Me
pasé muchas noches velando, pensando, tratando de que las ideas se acomodaran y
fluyeran con lógica. Pero todo fue inútil. Mi incompetencia en el campo de la
tecnología lo hacía todo más difícil. Muchas veces pensé mandar la computadora
al diablo. Si no lo hice fue porque pensé que quizás podría sacar algo en claro
de aquel embrollo. En esas estaba cuando el año 2013 me sorprendió con la
aparición de una gran novela puertorriqueña de más de quinientas páginas: Barataria, de Luis López Bauzá. Mi
primera reacción: “¡Coño! ¿Cómo es posible? ¡Nunca la leeré!”
Transcurrieron varios
meses, la curiosidad me roía. Con la excusa de unas vacaciones en el Caribe me
fui a Puerto Rico para comprar el mamotreto: dos volúmenes, novecientas ocho
páginas. Espantada, abordé el avión otra vez y regresé a Filadelfia. Pasaron
varios días antes de que me decidiera a comenzar la lectura. La novela me
asustaba, no sólo por lo larga que era sino también porque la imaginaba sólida,
bien escrita, deslumbrante, capaz de conmoverme, llena de frases sabihondas,
urdida con maestría, digna de llamarse gran novela puertorriqueña.
Entre unas cosas y
otras la lectura me tomó una semana más o menos y tengo que admitir que Barataria cumple lo que promete y más.
Obviamente ya no es necesario que yo escriba la gran novela puertorriqueña.
Pero me rehúso a suprimir las pocas páginas que el caos en mi cabeza
produjo. Aquí van, en un frangollo que
quiere ser literario y que sólo aspira a la luz de unos ojos indulgentes…
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