sábado, 22 de junio de 2024

La equidad tiene esencia de mujer

La equidad tiene esencia de mujer

José E. Muratti Toro

La hegemonía, más que masculina, chovinista del ala ultraconservadora del Tribunal Supremo de los EEUU, se ha comenzado a resquebrajar.  El originalismo, esa perspectiva que arguye que la Constitución solo se puede interpretar desde los significados explícitos e implícitos del momento histórico en que se concibieron y redactaron, se ha convertido en una ideología que adjudica legitimidad y legalidad a sus decisiones en base a la intención original de los fundadores al redactar los artículos y enmiendas.

Tribunal Supremo de los Estados Unidos
Imagen de Joe Ravi, licencia CC-BY-SA 3.0
El mejor ejemplo es el derecho a poseer y portar armas, contenido en el segundo artículo de la Constitución. En aquel momento histórico, las Trece Colonias, administradas hasta ese momento por la Corona británica, que era un ente represivo contra la ciudadanía y defendía toda ley, sin importar su legitimidad, mediante la fuerza militar. Al redactar su constitución, los fundadores concedieron la posesión y portación de armas como un derecho ciudadano para protegerse de un potencial estado represivo, fuese por la restitución del poder imperial o por un poder estatal que adoptase sus prácticas. Los trece estados, retendrían el derecho a protegerse por las armas de un gobierno dictatorial.

Simultáneamente, los colonos seguían apropiándose las tierras de las primeras naciones indígenas, las cuales defendían su derecho a estas también por las armas. Los colonos invasores requerían las armas para "protegerse" de los indios "hostiles".

Ese es el contexto histórico. Hoy día, los ciudadanos no necesitan organizarse en milicias armadas para protegerse de un gobierno imperial y represivo, sobre todo porque se ufana de tener la democracia con el más poderoso ejército del planeta.

Sin embargo, la manufactura y venta de armas de fuego se ha convertido en un negocio multibillonario que aporta tanto a los políticos electos, que éstos no osan aprobar leyes que restrinjan la venta de armas, incluso en el contexto de las múltiples masacres ocurridas en las pasadas décadas.

El ala ultraconservadora masculina del Supremo no quiere coartar el derecho a portar armas de personas que han sido calificadas como pacientes mentales o autores de violencia doméstica. El argumento es que, en sus orígenes, el derecho a portar armas no gozaba de esas restricciones. Claro, tampoco había ametralladoras o rifles automáticos, una amplia población diagnosticada como pacientes mentales, ni ocurrían masacres contra civiles inocentes y niños.

Es evidente que el ala masculina del Supremo se identifica con los políticos ultraconservadores que deben gran parte de sus fondos de campañas eleccionarias a los fabricantes de armas y a un sector de electores que no tolerarían que se coartase su derecho a poseer e incluso portar sus armas.

Coney Barrett, como mujer, reconoce el peligro que representa para las mujeres que hombres convictos por violencia doméstica retengan su derecho a poseer armas. Este despertar a la inclinación del ala masculina del Supremo a fallar a favor de los sectores más conservadores independientemente de los méritos de los casos ante ellos ha colocado a la juez católica, nombrada por Trump, del lado de las tres juezas liberales nombradas por Obama y Biden, al menos en algunos de estos asuntos, pues votó para revocar Roe vs Wade.

La polarización social que se experimenta sobre todo en Occidente no solo enfrenta conservadores contra liberales. También cada vez más enfrenta hombres contra mujeres. Ya hay estadísticas que revelan que los jóvenes varones se identifican más con los conservadores y las jóvenes con los liberales.

La lucha de los hombres por retener los privilegios de su hegemonía histórica en el terreno legal, político y económico no sólo agudiza la violencia de género, sino que alinea a los hombres con posiciones y organizaciones ultraconservadoras cuyas agendas, sobre todo económicas, militan en contra de los hombres asalariados que tanto las defienden.

¿Representa Coney Barrett un sesgo, una leve inclinación hacia el centro dentro del Supremo? ¿Podrá una sola mujer conservadora mantener a raya a los jueces a todas luces atrincherados en la derecha? ¿Podrá Roberts, como juez presidente, atajar a los varones ultraconservadores y alinearse en algunos asuntos pendientes ante el Tribunal con las mujeres liberales? ¿Estará la sociedad estadounidense abocada a una polarización ideológica complementada por una polarización por género? ¿Podrá el frágil ego masculino lograr consensos con el cada vez más robusto ego femenino? ¿Preferirá el ego masculino hundir el barco a compartir el poder con su contraparte femenina?

Las posturas, aunque aún tímidas y pequeñas, de Coney Barrett provocan un aliento a la esperanza de que la equidad, en todos los contextos, prevalezca por sobre los múltiples privilegios que tienden a acumularse en exclusividad entre los protagonistas masculinos, caucásicos y acaudalados.

De la esperanza vive el cautivo y los marginados de la tierra.

viernes, 7 de junio de 2024

A 80 años del último pagaré de la esperanza

A 80 años del último pagaré de la esperanza

José E. Muratti-Toro, Ph.D.

Un 6 de junio de 1944, los EEUU junto a Gran Bretaña invadieron Francia mientras Rusia invadía a Alemania para detener a Hitler. Stalin llegó primero a Berlín, pero los EEUU y GB se adjudicaron la victoria. Ochenta años más tarde, Putin intenta replicar a Hitler quien intentó replicar a Napoleón y así se repite la historia.

Curiosamente, aunque la guerra siempre es un negocio, es la combinación de narcisismo, nacionalismo aspirante a imperialismo y testosterona la que termina provocando las guerras en las que mueren los carecen de recursos y padrinos que los bauticen. Terminan muriendo para impulsar o detener los sueños de los narcisistas embriagados con el temor que infunden en los débiles de espíritu, los que aspiran a parte del botín y los que tienen la mala fortuna de encontrarse en la ruta hacia la gloria imaginada.

El resto de nosotros, miramos desde las gradas y confiamos en que el Universo, el Dios de Spinoza, nos libre de la contienda, aunque suframos los efectos secundarios de la catástrofe provocada para satisfacer los sueños de, usualmente, por no decir siempre, UN hombre, tan enamorado de la grandeza que supone vencerá su irrelevancia, sin importar a cuántos tanto o más valiosos y pertinentes que él, arrasa de camino a su inevitable derrota.

Los seres humanos no podemos evitar varios hechos. Creamos dioses a nuestra imagen y semejanza para, inicialmente, intentar entender lo que desconocemos, y posteriormente para justificar la imposición de unos sobre los demás. Invariablemente formamos sociedades en las cuales le concedemos el poder de gobernar a quienes se imponen por la fuerza y a quienes más posesiones acumulan. Si logran que el guerrero se enriquezca, "mejor". Si no, quienes más tienen se asegurarán de que les represente y defienda quien más poder y fuerza bruta acumule.

Con el tiempo, los inevitables abusos y desmanes resultan en rebeliones que arrebatan el poder a quienes lo ejercen, aunque rara vez a quienes les compran. Eventualmente, las aguas regresan a su nivel y quienes tienen con qué comprar los botes, los remos y los brazos que los impulsen, regresan a la superficie, como el aceite y la espuma. Y, mientras más prosperen los unos, más querrán lo que tienen sus vecinos, cercanos y lejanos, y se replica el ciclo de prosperidad, ambición, usurpación, rebelión y derrota.

La invasión de Normandía hace 80 años marcó el final de las aspiraciones de grandeza alemana y japonesa que sustituyeron las italianas, que sustituyeron las francesas, inglesas, españolas y rusas, que sustituyeron las otomanas y las árabes y las hunas y las mongoles, y así sucesivamente. Putin es tan resultado de esa hambre expansionista como lo fue Hitler, Mussolini, y como lo es, de alguna manera Trump.

La riqueza, sí, la riqueza siempre ha sido el móvil más primario, más elemental, más primitivo. Pero la grandeza de un Genghis Kahn, de un Masa Musa, de un Tokugawa, de un Julio César, de un Alejandro El Grande, de un George VI, de un Iván el Terrible, los tres mencionados del siglo XX y, los dos del presente, es, a fin de cuentas un frenesía de testosterona y terror.

Esto también pasará. Si al fin y al cabo Putin decide no inmolar a Europa en desquite por su inevitable derrota, y Xi decide que no vale la pena sacrificar el sueño global de la China por la pequeña Taiwán, sobreviviremos este asomo al precipicio de una III Guerra Mundial que, si recurre al arsenal nuclear, dejará muy pocos lugares exentos de la muerte súbita o la muerte a cuanta gotas, como solo el uranio y el plutonio pueden hacerlo.

Solo podemos estar atentos a lo que revelan las señales de humo que provocan los misiles y los drones, para prepararnos para las eventualidades que prometen esos desenlaces. No vendrá ninguna criatura divina o alienígena a rescatarnos. Tendremos que salvar de nosotros mismos lo que sobreviva la hecatombe.

La ciudad de Caen en ruinas
10 de julio de 1944
Imagen de dominio público