martes, 1 de septiembre de 2015

"La más absoluta inopia": La situación militar y defensiva de Puerto Rico al inicio de la Guerra Hispanoamericana

“LA MÁS ABSOLUTA INOPIA”: LA SITUACIÓN MILITAR Y DEFENSIVA DE PUERTO RICO AL INICIO DE LA GUERRA HISPANO-AMERICANA
Panel sobre la Guerra Hispano-Americana
Universidad Interamericana, Recinto Metropolitano
Octubre 2014 ©
Por Dr. Armando J. Martí Carvajal

Bombardeo de San Juan el 12 de mayo de . Dibujo presentado desde la visión estadounidense.

La Importancia Estratégica de Puerto Rico

El capitán Alfred T. Mahan, el gran propulsor del poder naval norteamericano, al analizar los resultados de la Guerra Hispano-Americana, reconoció la importancia estratégica de la isla de Puerto Rico:
"This estimate of the military importance of Puerto Rico should never be lost sight by us as long as we have any responsibility, direct or indirect, for the safety or Independence of Cuba.  Puerto Rico, considered militarily, is to Cuba, to the future Isthmian canal, and to our Pacific coast, what Malta is, or may be, to Egypt and the beyond…
Similarly, it would be very difficult for a transatlantic state to maintain operations in the western Caribbean with a United States fleet based upon Puerto Rico and the adjacent islands".[1]
La aserción del valor estratégico de Puerto Rico no era nada nuevo.  Siglos antes el Imperio Español había declarado a San Juan “Llave de las Indias”, lo que llevó a la construcción de impresionantes fortificaciones como San Felipe del Morro y el Fuerte de San Cristóbal. Ante esta centenaria realidad se pensaría que la defensa de la isla era una de las prioridades del gobierno español.  La situación era otra.

Abandono Militar de Puerto Rico

Al iniciarse las hostilidades de la Guerra Hispanoamericana en abril de 1898, San Juan era la única “plaza fuerte” protegida por artillería en la Isla. Aun así, las defensas eran totalmente inadecuadas y pobres. Ángel Rivero indicó que hasta “1896 no hubo montadas en San Juan otras piezas que las usadas el siglo anterior”.[2] O sea, hasta ese momento la capital estaba defendida –si se puede utilizar ese término- por los mismos cañones que derrotaron la invasión de Abercromby y Harvey en 1797. Estas armas eran absolutamente obsoletas, y poco más que inútiles de ocurrir un ataque a la ciudad. Este testimonio fue corroborado por Severo Gómez Núñez: 
"Para contrarrestar los ataques de las escuadras modernas, puede decirse que se hallaba Puerto Rico en la más absoluta inopia. La única plaza que pretendía llamarse fortificada, era San Juan, la capital, cuyos antiguos castillos habían sufrido algunos añadidos, reformas y remiendos para recibir unos pocos cañones semimodernos [sic], montados en obras incompletas".[3]

El Comandante Julio Cervera Baviera simplemente escribió que “frente a la formidable artillería de los acorazados modernos, únicamente disponía aquella plaza de algunos cañones de 15 centímetros, unos pocos obuses de 21 y 10 obuses de 24. –En el resto de la Isla no había una sola batería ni un mal cañón”.[4]

La precaria condición de las defensas fue confirmada por el propio General Manuel Macías y Casado, último capitán general y gobernador español de Puerto Rico: 
"Una parte mínima del material de artillería pedido por mí, una vez y otra vez, llegó en el vapor Antonio López y también un potente reflector Mangin [ya iniciadas las hostilidades]. Pero nunca llegaron los cañones de 24 centímetros, ni los torpedos y otro material pedido por mí insistentemente. Con estos elementos y sin auxilio alguno de la madre Patria, por ser el enemigo dueño del mar, tuve que hacer frente a la invasión de las cuatro expediciones que al mando del generalísimo Miles, tomaron tierra en Guánica, Ponce, Arroyo y Mayagüez”.[5]
El anónimo autor[6] de El desastre nacional por su parte escribió: 
“Cierto que se tenía pedido á la Península material Krupp de tiro rápido para reemplazar el antiguo con que contaba dicha batería, y que se hizo el encargo urgente de otra Nordenfelt rodada; pero a estas peticiones, y aun á otras de mucho menor coste, aunque no menos esenciales, solía contestar el Ministerio de la Guerra que se enviase previamente el dinero…”.[7]
Los telegramas que intercambiaron el Capitán General Macías y el Ministro de Guerra Miguel Correa y García prueban el absurdo desdén metropolitano a la defensa de Puerto Rico. El 7 de marzo, cuando ya “los vientos de guerra” soplaban, Macías escribió, “Ruego a V. E. urgente envío de artificios (espoletas y estopines) expresados oficio 15 de septiembre, por carecer existencia especialmente de portacebos”.  A lo cual el General Correa respondió el 9 de marzo que “Pedidos de artificio, no fue satisfecho por no haber recibido once mil novecientas cincuenta pesetas, valor de los mismos. En cuanto se reciba se remitirán”.[8] Unos días más tarde, el 27 de marzo, el Ministro de Guerra le comunicó a Macías que las “Baterías tiro rápido y ‘Nordenfelt’ y máquinas de cargar cartuchos se encargarán extranjero cuando asegure [el Ministerio de] Ultramar pago de su importe…”.[9] Una vez declarada la guerra la situación no había cambiado. Por mucho tiempo el gobernador Macías había estado pidiendo a sus superiores que se le enviaran unos reflectores para montarlos junto la artillería costera, el 30 de abril, ya iniciada la guerra, el Ministro de Guerra escribió que habían adquirido el “tren de iluminación” y este costaba “treinta y dos mil trescientos seis francos”, y pedía al Gobernador que le informase a que fondos se debería cargar la compra.[10] Algo poco recordado en la historiografía puertorriqueña es que la mayor parte de los impuestos, tarifas y fondos del tesoro de las Antillas era remitido a España y que las contribuciones en Puerto Rico eran más altas que en la Península.[11] El gobierno metropolitano pretendía que con la porción que dejaba en la Isla también se cubriesen los gastos defensivos de esta.

La situación era crítica y, como explicó el Capitán Rivero, iban más allá de la insuficiencia de la artillería en San Juan:
 “Nunca hubo tiro formal de la escuela práctica por temor a gastos; no había tablas de tiro, y a raíz de la guerra, fue necesario calcularlas. No había un sólo telémetro, y fue preciso usar algún teodolito, medir bases y tender una red telefónica, cuya central estaba en San Cristóbal. Los obuses de 24 centímetros, las únicas piezas de regular calibre que poseíamos los artilleros, no tenían la pólvora reglamentaria; usamos la de los cañones de 15 centímetros, y de esta manera el tiro resultaba irregular y corto. Las espoletas y estopines estaban en mal estado, y al pedirlos por cable, ya rotas las hostilidades, contestaron del Ministerio de la Guerra al coronel de Artillería: “Remitan fondos”.[12]
En otras palabras, Madrid no estaba interesada en cubrir los costos de equipar y entrenar apropiadamente a las tropas que debían proteger a la Isla.

Los problemas defensivos no se limitaban al armamento y entrenamiento de la guarnición capitalina. La Isla confrontaba una insuficiencia de tropas y equipo de campaña para enfrentar una posible invasión o ataque. El Capitán General Macías y Casado, al ser entrevistado por Ribero años después de la guerra señaló que:
 “Tan pronto me hice cargo de aquella Isla [Puerto Rico], y sabiendo que la guerra era inevitable, reclamé con urgencia un aumento de dos batallones de infantería, un escuadrón de caballería y dos baterías de campaña. Sólo me enviaron desde Cuba una batería de montaña, de tiro rápido, con escasa dotación de municiones, y alguna fuerza de infantería, que unida a la que desembarcó el vapor Alfonso XIII, que no pudo seguir viaje a Cuba, formó un grupo que se llamó Principado de Asturias”.[13]
 De hecho, el 4 de abril de 1898, Macías telegrafió al Ministro de Guerra que se enviara a la Isla “como mínimum [sic.], 3 batallones, 2 escuadrones y una batería de montaña; pero, como por recientes noticias, parece inminente guerra con Estados Unidos, ruego a V. E. urgente envío de ellos y una compañía de zapadores”.[14] Al día siguiente escribió que en “caso de guerra, absoluta necesidad otro batallón, y sobre todo dos escuadrones de caballería, como también batería de montaña”.[15] La solución del Ministerio de Guerra fue pedirle (6 de abril) al Capitán General de Cuba, Gen. Ramón Blanco y Erenas, que enviase, si no eran “imprescindibles para la defensa” de Cuba, “dos escuadrones y una batería montaña”.[16] Ese mismo día (6 de abril) Macías reportó que Blanco le había respondido que “con gran trabajo, solamente puede enviar un batallón”, por lo que repitió su petición al Ministro.[17] El 17 de abril Macías reportó a sus superiores que habían llegado de Cuba el batallón Principado de Asturias y 5.a batería de montaña,[18] fuerzas que según la petición del Gobernador eran totalmente insuficientes para defender la colonia. La situación fue muy bien resumida por Severo Gómez Núñez: 
“Podría repetirse lo que en anteriores libros hemos dicho al ocuparnos de Cuba, en punto á la incomprensible incuria de los Gobiernos españoles, que durante tantos años dejaron la isla de Puerto-Rico en el más punible abandono.  Puertos sin defensa, guarniciones insuficientes, abstracción completa de sentido práctico hasta para lo relativo al aprovisionamiento, relajamiento del amor á España, tal era el cuadro al sorprendernos la insurrección cubana, de cuyos resplandores llegaban chispazos á la pequeña Antilla, que por su extensión reducida y por su forma especial, se prestaba admirablemente para la defensa”.[19]
Las demandas de material para defensa fija y móvil hechas á la península se desdeñaban por los Gobiernos, no obstante llevar más de veinte años pidiéndose elementos modernos de combate por juntas y comisiones de artilleros é ingenieros, que malgastaron, sin duda, el tiempo, en formular Memorias y trazar planos de defensa costera, de los que tan poco caso se había de hacer en última instancia.[20]

Claramente la defensa de Puerto Rico no era prioridad para España.

El 21 de abril el Ministro Correa advirtió que consideraba “muy inmediata ruptura hostilidades con Estados Unidos. Utilice V. E. elementos de que dispone para defensa integridad territorio y honor nacional, no contando [sic.] con inmediato auxilio”.[21] Como escribió EFELEE, “… y así, para la guerra campal, en lo que se refiere al arma en cuestión, quedó la isla, puede decirse, atenida á sus propios recursos”.[22]

Las tropas

Para defender la Isla, España tenía destacados en Puerto Rico, según el Anuario Militar de España, 6,862 soldados y 357 “jefes y oficiales”, o sea un total de 7,219 hombres, incluyendo la Guardia Civil. Esta cifra es minúscula cuando se compara con los 191,829 soldados asignados a Cuba y los 43,346 en Filipinas. De hecho varias unidades que normalmente estaban destacadas en Puerto Rico habían sido transferidas a Cuba: el Batallón de Cazadores de Valladolid número 21, el Batallón de Cazadores de Colón número 23, y tres de los Batallones Provisionales de Puerto Rico, los números 1, 2 y 5. [23] Como escribió Gómez Núñez: “Toda la atención y todos los refuerzos se los tragaba la isla de Cuba, punto á que convergían casi en absoluto los afanes de Madrid”.[24] Esto se explica, naturalmente, cuando vemos que tanto en Cuba como en Filipinas había una insurrección contra el dominio español. Puerto Rico estaba en paz.

La tropa de Puerto Rico estaba dividida en 5,000 soldados de infantería, 700 de artillería, 746 en la Guardia Civil, 200 ingenieros (telegrafistas, 187 para el “Orden Público” y 21 en la “brigada sanitaria”. Toda la caballería destacada a la colonia eran los ocho hombres que formaban la escolta del Capitán General. Al igual que Macías, Cervera creía que con estos seis mil ochocientos soldados era “imposible defender el montañoso y accidentado territorio de Puerto Rico”.[25]

De otra parte, de acuerdo a Gómez Núñez, en la isla existían 14 batallones de voluntarios, unos 6,000 hombres, pero “completamente exentos de cohesión y poco de fiar para empresas de riesgo”. Luego de declararse la guerra el número de voluntarios aumentó a “9.000 hombres y 700 caballos, repartidos en guerrillas de batallón, que en la práctica de la resistencia á la invasión carecieron de eficacia, aun como fuerzas de reserva”. Esto se debía, según Gómez Núñez, a “la escasez, mejor dicho, la falta de oficiales y el desaliento que cundió en los ánimos al notar la exuberancia de medios de pelea con que el enemigo se presentaba”.[26]

Por su parte Cervera Baviera indicó que nunca se contó con el “Instituto de Voluntarios” (creado en 1870 por el Gobernador Laureano Sanz), y que durante la invasión demostró ser “un elemento que sólo perturbaciones y contrariedades produjo”.[27] Este comentario provocó una fuerte reacción de don Cayetano Coll y Toste que lo llamó “plena falsedad” y señaló que los gobiernos metropolitanos siempre contaban con el Instituto. De hecho, “se procuró que se engrosaran siempre sus filas con individuos de procedencia genuina peninsular”. Por lo que “poco a poco… tomó carácter político-social, incondicionalmente español”. Lo que debió ser un cuerpo de defensa, se convirtió en “un partido político armado”, lo que le “restó las simpatías de muchos hijos del país”.[28] Esto podría explicar lo que sucedió una vez la invasión de la isla comenzó.

Del espíritu de los habitantes puede formarse idea por el telegrama que el General Nelson A. Miles dirigió al secretario de Guerra de los Estados-Unidos el 29 de Julio, á los pocos momentos de haber entrado en Ponce, población de 50.000 almas. “El pueblo — decía Miles—recibe á las tropas y saluda á la bandera americana con gran entusiasmo», y luego en 31 del mismo mes telegrafiaba á Washington el mismo General, también desde Ponce, «las cuatro quintas partes del pueblo asistieron regocijadas á la entrada del ejército (americano): 2.000 hombres han tomado plaza voluntariamente para servir con él.”[29]

Los atropellos de los españoles y sus incondicionales empujaron a los criollos a los brazos de los norteamericanos.

La Marina

San Juan también contaba con fuerzas navales españolas. De acuerdo a Gómez Núñez, “su escaza importancia; explica que no interviniesen en la lucha contra la escuadra de Sampson”. Estos buques eran: el crucero de 2da Isabel II, el crucero de 3ª General Concha, el cañonero Ponce de León, el cañonero Criollo, el destroyer Terror y el crucero auxiliar Alfonso XIII.  De estos, al Isabel II había que cambiarle las calderas, por lo cual no podía navegar a mucha velocidad, el Concha “no merecía el nombre de crucero” y sólo el Alfonso XIII “daba un andar aceptable”. El Terror pertenecía la flota del Almirante Pascual Cervera y tuvo que quedarse en Puerto Rico al sufrir desperfectos.[30] La apreciación de Gómez Núñez sobre la situación es sumamente interesante: 
“Claro es, que, con tan pobres elementos navales, no podía intentarse nada contra los poderosos acorazados de Sampson, mas no así para perseguir y alejar los buques bloqueadores, que desde el principio cercaban á Puerto-Rico, y que eran los barcos auxiliares mercantes armados en guerra como cruceros Saint-Paul y Yosemite, los que apresaban cuantos buques de vapor y menores se dirigían al puerto”.[31]
Sólo en dos ocasiones salieron los buques españoles del puerto a confrontar a las naves enemigas que bloqueaban el puerto. La primera fue el 22 de junio cuando el Isabel II, apoyado por el Terror y el General Concha atacó al Saint-Paul. El Terror que no tenía sus “piezas gruesas” intentó torpedear al norteamericano, pero fue alcanzado por los cañones de este antes de alcanzar la distancia apropiada para lanzar sus torpedos y tuvo que retirarse. La otra ocasión ocurrió cuando el Isabel II, el General Concha y el Ponce de León salieron a proteger al vapor Antonio López, buque español que intentaba romper el bloqueo y traer suministros para Cuba y Puerto Rico. Aunque no pudieron salvar la nave, que encalló al oeste de San Juan, si lograron alejar al Saint-Paul y al Yosemite, lo que permitió rescatar la mayor parte de la carga. El Antonio López, eventualmente, fue cañoneado y destruido por el New-Orleans.[32]

Algo que tuvo que afectar significativamente la defensa de la plaza fue la disputa que surgió entre el Capitán General y Guillermo Vallarino, “comandante general de Marina”, o sea el comandante de las fuerzas navales en Puerto Rico. De acuerdo al propio Macías, “por una corruptela inexplicable, este general prescindía de mi autoridad suprema de gobernador general y capitán general de una isla en estado de guerra y bloqueada por el enemigo”.[33] La situación fue tal que Macías escribió a Madrid para aclarar la cadena de mando en San Juan. El Ministro de Guerra respondió, naturalmente, con prontitud para evitar una crisis en el mando de la colonia. El telegrama del 3 de julio decía:
“3 julio 1898. —Llegado caso puede V. E. adoptar disposiciones que indica para cerrar puerto y las que juzgue convenientes defensa Isla, de que V. E. es único responsable, dando sus órdenes al comandante Marina, quien deberá cumplirlas sin consultar a su ministro como ha hecho en este caso, toda vez que ejerce V. E. sobre fuerzas navales que operan en esa Isla, facultades que terminantemente le atribuyen Ordenanzas Ejército y Armada, confirmadas por Real orden 29 octubre 1872 y ley 15 marzo 1895”.[34]
En la entrevista que le concedió en 1922 a Ribero, Macías presentó como evidencia de la rebeldía de Vallarino el ataque que realizaron contra el Saint-Paul el 22 de junio el Isabel II, el Terror y el General Concha:
“La salida del Terror en pleno día, para presentar combate a un buque que, aunque auxiliar, montaba numerosa artillería de tiro rápido y gran alcance, fué una locura que jamás apadriné; el general Vallarino, sin consultarme, ordenó la salida del destróyer. En cuanto a su comandante, La Rocha, mereció y me merece aún el más alto concepto por su valor y por su obediencia ciega a las órdenes recibidas, a pesar de que no existían probabilidades de éxito”.[35]
Toda esta situación, refleja la timidez del Capitán General de Puerto Rico. No es sólo que no quería permitir a las fuerzas de la marina que defendiesen la Isla y cumpliesen con su deber, sino que al enfrentar la insubordinación de Vallarino, su solución fue enviar un telegrama al Ministro de Guerra. Un militar verdadero no responde a la insubordinación con telegramas. Quizás la apreciación de EFELEE que los gobernadores enviados por el gobierno de Sagasta eran más políticos que generales esta correcta.[36]

Ante la debilidad de las defensas y artillería de San Juan “se cerró el puerto colocando torpedos [minas de contacto] y echando a pique un barco viejo a la entrada del canal”.[37]

Las causas

Había varias razones para el desdén con que el gobierno metropolitano trataba a la Isla. El siglo XIX español fue un verdadero caos. Las palabras de José Luis Comellas son la mejor descripción de la situación del reino:
“La primera impresión que nos produce el siglo XIX es inevitablemente, de fárrago. Toda esa centuria se nos presenta como un “un cúmulo de infinitos pequeños sucesos”, que resulta casi imposible retener en la memoria, y donde, además, no es fácil precisar la relación causa a efecto. Multitud de nombres de gobernantes, que se suceden a un ritmo vertiginoso, cambios de gobierno, partidos, pronunciamientos, golpes de Estado, muchos con los cuales vienen sin saber cómo ni por qué. En conjunto, un conglomerado indigesto, y a primera vista, poco reductible al orden o a la unidad”.[38]
Más allá, con la pérdida de Ibero América, España había pasado de ser el gran imperio a ser el pequeño imperio, y su perspectiva, visión y mentalidad lo reflejaba, tal como escribió Comellas:
“Al llegar al siglo XIX… todo se consuma dentro de los límites geográficos de nuestra Península, y se cifra, además, con exclusividad en el campo de la política: gobiernos efímeros, partidos, cámaras discutidoras, revoluciones a cada paso.  …  Es cierto que en la España del siglo XIX predomina de un modo masivo la política interior sobre la exterior: apenas provocan los españoles grandes o pequeños acontecimientos de fronteras afuera.[39]
La inestabilidad política –y social- de la España decimonónica rayaba en lo absurdo. Como explica Comellas, “Ciento treinta gobiernos, nueve constituciones, tres destronamientos, cinco guerras civiles, decenas de regímenes provisionales, y un número casi incalculable de revoluciones, que provisionalmente podemos fijar en dos mil”.[40] La situación es tan cantinflesca que en un momento dado, se importó un nuevo rey [Amadeo de Saboya], extranjero y totalmente desconectado de España, quien, naturalmente, duró poco tiempo. Las dos mil revoluciones a las que Comellas se refirió, equivalen, según su propio calculo, a “una cada diecisiete días”.[41] Esto provoca una pregunta. Ante esta inestabilidad política, ¿cuánto hubiese durado la tan glorificada autonomía?

España no solo sufría la inestabilidad política; el país era pobre y subdesarrollado, tanto así que la metrópoli dependía de la producción económica de sus colonias, en particular Cuba, que era “una fuente primordial de la riqueza española”.[42] De hecho, como dijeron Antonio Elorza y Elena Hernández Sandoica, esta pobreza y subdesarrollo provocaban la necesidad de que la riqueza cubana fuese enviada a la metrópoli.[43] En Puerto Rico, cómo ya vimos, la situación era similar, tanto así que, por causa de la guerra de Cuba, “el gobierno de la Metrópoli acumuló con el erario insular una deuda de 2,516,586.55 pesos”, que nunca saldó.[44]

Ciertamente en la relación de Cuba y Puerto Rico con España se daba en un marco de dependencia; España era mantenida por sus colonias.

De otra parte, según EFEELE indicó, el gobierno estaba convencido que en Puerto Rico no había posibilidades de brotes separatistas, por lo cual existía “la seguridad de que la paz no sería turbada en caso alguno de una manera más seria hizo que fueran desatendidas las peticiones del Capitán general, á fin de que se le completara siquiera los elementos de fuerza necesarios para combatir en los primeros momentos cualquier movimiento insurreccional”.[45]

Esto hizo que los Capitanes generales enviados por “el Gobierno del señor Sagasta… sólo se preocuparan de su papel político, cuando ya amenazaba de cerca la guerra internacional”.[46]
Esta isla, con un gobierno desinteresado, guarnición desguarnecida, y pueblo hastiado, tuvo que hacer frente a la guerra. El resultado no es sorprendente.





[1] MAHAN, Alfred T. Lessons of the War with Spain and Other Articles (Boston: Little, Brown and Company, 1899), págs. 28-29.
[2] RIVERO, Ángel. Crónica de la Guerra Hispano Americana en Puerto Rico (Madrid: Sucesores de Rivadeneyra, 1922), pág. 44.
[3] GÓMEZ NÚÑEZ, Severo.  La Guerra Hispano-Americana: Puerto Rico y Filipinas (Madrid: Imprenta del cuerdo de Artillería, 1902), pág. 48.
[4] CERVERA BAVIERA, Julio.  La Defensa militar de Puerto Rico (Puerto Rico: Imprenta de la Capitanía, 1898), reproducido en Boletín Histórico de Puerto Rico, tomo VI (San Juan: Tip. Cantero, Fernández & Co., 1918), pág. 9.
[5] RIVERO, Ángel. “Conferencia celebrada por el autor, el día 6 de octubre de 1922, en Valladolid, con el Teniente General D. Manuel Macías y Casado, ultimo Gobernador y Capitán General de Puerto Rico durante la soberanía Española” en Crónica de la Guerra Hispano Americana en Puerto Rico (Madrid: Sucesores de Rivadeneyra, 1922), pág. 575.
[6] Héctor A. García en el portal 1898 los Documentos de Puerto Rico
[www.salonhogar.net/Enciclopedia_Ilustrada/Documentos_historicos/Protagonistas/P5.htm] atribuye la obra al Teniente Coronel Francisco Larrea y Liso.  Agosto 3, 2014.
[7]EFEELE, El Desastre nacional y los vicios de nuestras instituciones militares (Madrid: Imprenta del Cuerpo de Artillería, 1901), pág. 77.
[8] Ribero, “Telegramas cruzados entre el Ministro de Guerra español, General Correa, y el Capitán General de Puerto Rico, D. Manuel Macías” en  Crónica de la Guerra Hispano Americana en Puerto Rico, pág. 614.
[9] Ibídem, pág. 614.
[10] Ibídem, pág. 617.
[11] MEJIAS, Félix.  Mas apuntes para la historia económica de Puerto Rico: la tiranía de su pasado  (Río Piedras: Editorial Edil, 1978), pág. 67.
[12] Ribero, Crónica de la Guerra Hispano Americana en Puerto Rico, pág. 45.
[13] “Conferencia celebrada por el autor, el día 6 de octubre de 1922, en Valladolid, con el Teniente General D. Manuel Macías y Casado, ultimo Gobernador y Capitán General de Puerto Rico durante la soberanía Española” en RIVERO, Ángel.  Crónica de la Guerra Hispano Americana en Puerto Rico (Madrid: Sucesores de Rivadeneyra, 1922), pág. 575.
[14] Ribero, “Telegramas cruzados entre el Ministro de Guerra español, General Correa, y el Capitán General de Puerto Rico, D. Manuel Macías”, pág. 614.
[15] Ibídem, pág. 614.
[16] Ibídem, pág. 615.
[17] Ibídem, pág. 615.
[18]Ibídem, pág. 616.
[19] GÓMEZ NÚÑEZ, pág. 80.
[20] Ibídem, pág. 84.
[21] Ribero, “Telegramas cruzados entre el Ministro de Guerra español, General Correa, y el Capitán General de Puerto Rico, D. Manuel Macías”, pág. 616.
[22] EFEELE.  El Desastre nacional, pág. 77.
[23] Citado por CERVERA BAVIERA, Julio.  La Defensa militar de Puerto Rico (Puerto Rico: Imprenta de la Capitanía, 1898), reproducido en Boletín Histórico de Puerto Rico, tomo VI (San Juan: Tip. Cantero, Fernández & Co., 1918), pág. 7.
[24] GÓMEZ NÚÑEZ, pág. 81.
[25] CERVERA BAVIERA, Julio.  La Defensa militar de Puerto Rico (Puerto Rico: Imprenta de la Capitanía, 1898), reproducido en Boletín Histórico de Puerto Rico, tomo VI (San Juan: Tip. Cantero, Fernández & Co., 1918), pág. 8.
[26] GÓMEZ NÚÑEZ, págs. 82-83.
[27] CERVERA BAVIERA, pág. 8.
[28] Coll Y Toste, Cayetano.  Boletín Histórico de Puerto Rico, tomo VI (San Juan: Tip. Cantero, Fernández & Co., 1918), pág. 8.
[29] GÓMEZ NÚÑEZ, pág. 83.
[30] Ibídem, págs. 75-77.
[31] Ibídem, pág. 77.
[32] Ibídem, págs. 77-79.
[33] RIVERO, “Conferencia celebrada por el autor, el día 6 de octubre de 1922, en Valladolid, con el Teniente General D. Manuel Macías y Casado”, pág. 576.
[34] RIVERO, “Telegramas cruzados entre el Ministro de Guerra español, General Correa, y el Capitán General de Puerto Rico, D. Manuel Macías”, pág. 622.
[35] RIVERO, “Conferencia celebrada por el autor, el día 6 de octubre de 1922, en Valladolid, con el Teniente General D. Manuel Macías y Casado”, pág. 576.
[36] EFEELE, pág. 68.
[37] CERVERA BAVIERA, pág. 12.
[38] COMELLAS, José Luis.  Historia de España: Moderna y Contemporánea (1474-1975), séptima edición  (Madrid: Ediciones Rialp, S. A., 1980), pág. 401.
[39] Ibídem, pág. 402.
[40] Ibídem, pág. 402.
[41] Ibídem, pág. 403.
[42] Ibídem, pág. 517.
[43] ELORZA, Antonio y Elena HERNANDEZ SANDOICA.  La Guerra de Cuba (1895-1898) (Madrid: Alianza Editorial, 1998), pág. 49.
[44] MEJIAS, Félix.  Mas apuntes para la historia económica de Puerto Rico: la tiranía de su pasado  (Río Piedras: Editorial Edil, 1978), pág. 68.
[45] EFEELE, pág. 67.
[46] Ibídem, pág. 68.

lunes, 24 de agosto de 2015

Prólogo a "Un pueblo misterioso y su gente extraña"

Prólogo a la novela de Ramón Ortiz:
Un pueblo misterioso y su gente extraña

Por Pablo L. Crespo Vargas

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Las vivencias más íntimas de una sociedad tienden a ser reveladas en las obras literarias que se producen en ella. En la mayoría de los casos representan o son un reflejo de la conciencia colectiva enmarcada en el pensamiento del autor. Allí se pueden encontrar ideas, sentimientos, nostalgias, deseos, anhelos, prejuicios y hasta los objetivos que nos trazamos, tanto individuales como colectivos.

En muchos casos, el escritor, hace suya toda esa gama de experiencias, que no necesariamente son vividas, pero si transmitidas por medio de la llamada tradición oral, aspecto que ha llevado al desarrollo de lo que los historiadores llaman la historia oral y que a su vez se dirige a los nuevos estudios conocidos como microhistoria.

No obstante, nuestro autor, Ramón Ortiz, no es el típico escritor que se forma de manera académica y que sigue unos patrones literarios ya establecidos, aunque su rigurosidad es latente. Su musa no proviene de la extraña combinación que surge del conocimiento teórico y las vivencias generales, que en muchos casos son narradas por terceros; sino, que en su caso, estas vivencias, son producto de la observación diaria y de las experiencias vividas, escuchadas y redactadas en sus treinta años como policía estatal en Puerto Rico.

Esto lo lleva a realizar una narrativa, que no solamente es cruda, sino que se ajusta a la realidad que se vive día a día, dentro de un ambiente que es controlado en la imaginación del autor, y que presenta situaciones que son comunes en una sociedad que abanica una variedad de conductas que en muchos casos son consideradas, en su exposición pública, como tabúes.

Nuestro autor, no teme a revelar y mostrar las distintas vertientes que de ellas salen. Su fin es presentar una realidad que muchos niegan pero que es visible. En otras palabras, el autor no crea una historia puramente imaginativa, sino que se nutre de hechos y los enmarca en un contexto físico que llama La Marea (pueblo central donde ocurren los hechos), pero que a la vez podríamos llamar Lajas, Cabo Rojo, Hormigueros, Mayagüez, Añasco, Aguada o cualquiera de los otros municipios puertorriqueños.

La cotidianidad del ser humano y sus conflictos internos son elementos siempre palpables en cada uno de los capítulos de la obra. Esto lleva a que el lector se identifique con las situaciones, en momentos, creando empatía con algunos personajes o situaciones y odiando otros. No obstante debemos advertir al leyente que muchas de estas estampas se presentarán como un “déjà vu”, ya que les parecerá que fueron situaciones ya vividas, contadas o leídas en otros medios, sin percatarse, que la obra es solo un reflejo de la complejidad de la vida del puertorriqueño, en un periodo de transición múltiple donde se entremezclan elementos rurales con pensamientos urbanos; donde se notan los conflictos sociales entre pobres y ricos; la necesidad de algunos grupos poblacionales; y la crisis emocional que surge dentro de una sociedad conflictiva e individualista.

Aunque en muchas instancias, durante la narración, se presenta una visión fatalista, el autor siempre da espacio a esas segundas oportunidades, que llenan de esperanza a los seres humanos y que nos ponen a pensar sobre la importancia de desarrollar lazos de solidaridad, los cuales se nutren de la bondad humana y que llevan a todos a buscar la felicidad colectiva de una manera sabia y positiva.

En fin, Un pueblo misterioso y su gente extraña, es una de esas obras destinadas a hacernos recordar que la vida es compleja, pero a la vez, que tenemos la capacidad de poder resolver cada una de esas situaciones para lograr obtener lo que debe ser nuestro objetivo de vida: la búsqueda de la felicidad.

domingo, 16 de agosto de 2015

La Institución Nobiliaria, sobre los títulos de nobleza en la Isla

La Institución Nobiliaria, sobre los títulos de nobleza en la Isla

Por Luis G. Rodríguez Figueroa

La nobleza titular en Puerto Rico

Aparte de los escritos de la Dra. María Margarita Flores Collazo sobre la vulnerabilidad de la elite criolla puertorriqueña en el siglo XIX, los historiadores del patio han fallado en documentar y analizar el protagonismo histórico de las diversas instituciones aristocráticas en Puerto Rico. Los catálogos de inmigrantes de la misma época, de Estela Cifre de Loubriel, y el catálogo de nobleza de Indias, de Julio de Atienza, claramente establecen la presencia de nobles con títulos autóctonos de Puerto Rico. Las fuentes primarias están presentes en los archivos parroquiales, en el Archivo General de Puerto Rico, en la Casa de España y otros archivos en España y Puerto Rico. El ingeniero Gómez de Olea y Bustinza establece en su estudio sobre la nobleza en Indias un patrón en la manera de otorgar los títulos de nobleza en Puerto Rico, sin embargo ningún historiador ha enfocado el impacto de dichas dignidades en la sociedad, política y economía criolla en el susodicho siglo.

El fantasma del republicanismo del cambio de soberanía en 1898 soslaya el enfoque de la institución nobiliaria española en Puerto Rico. La constitución de los EEUU prohíbe el uso de dignidades y títulos nobiliarios en cualquier tipo de territorio americano. Ni tan siquiera la tendencia hispanofílica de la generación del treinta y luego del cuarenta[1] logra revivir estudios y/o escritos sobre la institución nobiliaria. El determinismo económico del marxismo espanta aún más a los historiadores puertorriqueños desempeñados durante la época de la guerra fría a documentar la idealización de una clase explotadora del proletariado que ofrece la institución nobiliaria.

Muchas escuelas de historiadores generalizan la institución de la nobleza titulada como un grupo social que se extingue con la caída del antiguo régimen francés y el historicismo de la revolución francesa. Unos acusan el enfoque hacia el estrato social nobiliario como uno banal y de poco pragmatismo histórico. Otros se enfocan en el extranjerismo de los portadores de los títulos.

Tanto el feudalismo como la institución nobiliaria son instituciones con propiedades intrínsecas y muy diferentes en cada estado o región europea. El feudalismo ibérico acaba con el fin de la reconquista española, pero éste sistema trasciende a la sociedad imperial castellana en América por su eficacia en el sistema militarista de los virreinatos españoles. El sistema nobiliario español tuvo como característica institucional el trascender sus actividades de la península ibérica hacia el territorio español en América, con un rol socio-económicamente relevante. Muy diferente al insularismo metropolitano que distingue a la nobleza británica ante el imperialismo inglés. La nobleza francesa es interceptada como institución relevantemente política desde la creación del estado absolutista con los reyes Luis XII y Luis XIV, interceptándose con la revolución francesa, la caída de la monarquía y los derechos del hombre.

Los Doctores Fedrerick Barreda y Monge y Francisco Scarano entienden que el grupo de nobles titulares de Puerto Rico tuvieron un protagonismo histórico en la economía y sociedad política de la isla. Ejemplo de esto lo fue la aportación tecnológica de los marqueses de Cabo Caribe y La Esperanza en la industria azucarera; así como el liderazgo del Conde de San José de Santurce en el partido incondicional español en Puerto Rico. Según el discurso de Don Javier Gómez de Olea y Bustinza, la nobleza en América, mejor conocida como nobleza de Indias, fue producto de la mitificación social de aquellos conquistadores, segundones y burgueses que se hicieron ricos con la conquista, el gobierno y el latifundismo del sistema colonial español.

Gómez de Olea y Bustinza afirma en sus estudios que el sistema de nobleza de Navarra, Aragón y Castilla significaba la cúspide del poder dentro de la sociedad hispanoamericana. Los grupos sociales que pudieron acceder a dignidades nobiliarias con más facilidad se pueden categorizar en seis. La primera fueron los conquistadores y adelantados del nuevo imperio castellano. El segundo fue la realeza indiana de imperios incas y aztecas. El tercero lo forman el grupo de los funcionarios de la Corona que vienen de contrapeso contra el Consejo de Indias. El cuarto lo fue el grupo de los militares y marinos que con valentía defendieron la hegemonía española en los territorios de ésta. El quinto grupo lo formaron los grandes grupos de hacendados americanos, inmigrantes de España que adquieren sus fortunas en el ‘Nuevo Mundo’. El sexto grupo fue creado con las retribuciones a políticos conservadores, muchos de éstos logrados a finales del siglo XIX.

La ambición de obtener dignidad y nobleza titular comienza desde antes de llegar a América. Cristóbal Colón negocia con los Reyes Católicos estipulaciones que le pudiesen ennoblecer, mediante las Capitulaciones de Santa Fe. Este contrato le daba el título de Almirante y Señor de las tierras que encontrase. No fue hasta que su hijo, Don Diego, gana la pugna de dichas capitulaciones que se le reconocen los múltiples señoríos y dignidades a la familia Colón. Sin embargo, Atienza, especialista en nobleza y heráldica señala que a partir de Don Luis  Colón se les intercambia el poder de las capitulaciones de Santa Fe por el ducado territorial panameño de Veragua y los marquesados de Jamaica y la Vega de Santo Domingo en la Española.
                                                             
Los conquistadores, adelantados y pobladores castellanos que vinieron adquirieron nobleza titular de lugares de lo que luego se llamaría el imperio de Indias. Gómez de Olea señala a Pizarro como Marqués[2] y Hernán Cortes como Marqués del Valle de Oaxaca.[3] Sin embargo hay que hacer la salvedad que muchos conquistadores y pobladores pertenecían a la nobleza, ostentando títulos de hidalgos. Este fue el caso de los Porcallo de Figueroa[4] y los Rojas en Cuba; así como los Ponce de León y los Sotomayor en Puerto Rico. En el caso de Puerto Rico, la historiadora Gelpí Baiz estipula que Juan Ponce de León era descendiente de los  Ponce de León de Castilla. Según el catálogo de nobleza española de Atienza, su etiología nobiliaria comienza tan temprano como el siglo XIII con títulos como marqueses de Cádiz y Condes de Costas. Lo mismo estipula Díaz Soler sobre los Sotomayor del área oeste del siglo XVI. Homólogo a la presencia de la nobleza hidalga en Puerto Rico lo fue la presencia de esta en la conquista de Cuba, en donde escritos de Félix de Arrete indican que en la hidalguía de la conquista de Cuba, hubo descendientes de casas nobiliarias tan importantes en Castilla como la casa ducal de Feria.

Las diferentes culturas que existieron en el continente americano, antes de la llegada de los españoles, poseyeron diferentes estructuras sociales -más o menos complejas- en las cuales y como rasgo común entre todas ellas, había un grupo dirigente que detentaba el poder y regía los destinos de las poblaciones y territorios sometidos a su mando. Estas élites fueron las que los españoles encontraron al descubrir y conquistar el Nuevo Mundo y fueron ellos, los que utilizando una terminología europea, identificaron a las élites prehispánicas, bien con la realeza, o bien con la nobleza europea del momento, según los casos.

De este modo, cuando los conquistadores se encontraron con un gobernante que tenía sometido bajo su dominio amplias extensiones de territorio e incluso tenía por vasallos a los soberanos de regiones más pequeñas, procedieron a identificarlo en status con los emperadores del viejo continente -caso del Vlei-Tlatoani mexica, Motecuzohma II y del Sapay Inca del Tahuantinsuyu, Atau-Huallpa-. Mientras que a los miembros de sus respectivas familias, generalmente los denominaron príncipes. Así Fray Bartolomé de las Casas pudo sostener que los nobles indígenas eran "(...) tan príncipes e infantes como los de Castilla". Mientras que Juan de Matienzo, en su Gobierno del Perú, afirmó que "Caciques, curacas y principales son los príncipes naturales de los indios". Y en los conocidos Lexicón de Fray Domingo de Santo Tomás y de Diego González Holguín, así como en la obra de Ludovico Bertonio, fueron incluidas varias voces consagradas a identificar a la sociedad prehispánica, asimilando sus títulos antiguos a los de la sociedad peninsular. Pero los soberanos sometidos a la autoridad de Motecuzohma II y de Atau-Huallpa, también tenían por vasallos a señores de menor importancia. En ambos casos, la Corona les designó genéricamente -a ellos y a sus descendientes-, desde 1538, como caciques, término de procedencia caribe -popularizado desde el primer viaje colombino- .

Por otra parte, todos los indios que ejercían magistraturas o el gobierno de estancias o barrios bajo el control de Montezuma II, Atahu-Huallpa o de cualquiera de sus soberanos vasallos o de los vasallos de estos, recibieron la denominación de "principales". Sin embargo, no todos los territorios de las Indias estaban habitados por culturas en tan avanzado estado de desarrollo como las sociedades mexicanas e incas.[5]

En el Nuevo Mundo, abundaban los pequeños territorios sobre los cuales un jefe local ejercía su poder. Estos, a los ojos de los conquistadores, no podían ser comparados en status a Moctecuzohma II ni a Atau-Huallpa, por lo que les dieron también el nombre de caciques. El reconocimiento de los derechos de los señores naturales y de sus descendientes fue uno de los puntos más polémicos planteados al inicio de la dominación española. A pesar de que fueron muchos los argumentos lanzados en contra de tales derechos, lo cierto es que pudieron más las opiniones expresadas por Fray Bartolomé de las Casas, secundadas por numerosos autores a lo largo del siglo XVI -principalmente franciscanos-. Finalmente la Corona reconoció los derechos de los señores aborígenes en 1557.[6]

Aunque como señala Delfina Esmeralda López Sarrelangue, que más que deseos de justicia que impulsaron tal decisión, hay que añadir motivos políticos y económicos que decantaron la Real decisión en favor de los señores naturales. La Corona reconoció la nobleza de unos y otros a través de diversas disposiciones. Carlos II, por Cédula de 22 de marzo de 1697, estableció la equiparación de los descendientes de familias indígenas nobles con los hidalgos castellanos, debiéndoseles guardar desde ese momento las mismas preeminencias que a los hidalgos de Castilla, pudiendo así ejercer desde esa fecha los "puestos gubernativos, políticos y de guerra, que todos piden limpieza de sangre y por estatuto la calidad de nobles".

Nobleza en las Indias



[1] Vargas, Everlidys. Cátedra. Historiografía Puertorriqueña. Universidad Interamericana de Puerto Rico, Recinto Metropolitano.
[2] No fue hasta su descendencia que el Pizarro logra el título de Marqués de la Conquista. Para este momento solo tenía el título de Marqués Francisco Pizarro.
[3] Gomez de Olea y Bustinza Javier, La Nobleza Titulada en la América Española, Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía: Madrid 2005, pág. 16.
[4] Leví Marrero, Cuba, Economía y Sociedad. Vol 2. Río Piedras, PR. Editorial San Juan.1972. 
[5] Luque Talaván, Miguel. “Análisis histórico-jurídico de la nobleza indiana de origen prehispánico”. Conferencia, Doctor en Historia de América. Jueves, 19 de diciembre de 2002.
[6] Luque Talaván, Miguel. Bibliografía española de Genealogía, Heráldica, Nobiliaria y Derecho Nobiliario en Iberoamérica y Filipinas (1900-1997). Madrid: Fundación Histórica Tavera (Colección "Documentos Tavera"; 8), 1999, pág. 14. 

viernes, 7 de agosto de 2015

Prólogo a la obra "El Demonismo en el Caribe hispano"

Prólogo a la obra El Demonismo en el Caribe hispano: 
Primera mitad del siglo XVII

Por: Dr. Ángel L. Vélez Oyola[1]

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En la ardua tarea de escribir un prólogo se magnifican la responsabilidad no tan sólo de un análisis preciso y serio, sino, además un juicio valorativo de una investigación que un colega ha llevado a su feliz ejecución. En ocasiones, ese compromiso del prologista se convierte en una defensa casi apologética y sin razón de una obra que sólo puede tener un valor para aquel que ha pasado tiempo configurando y analizando cada página de su obra. En esta investigación, del ahora doctor Pablo L. Crespo Vargas, esta defensa no tiene razón de ser. Nuestro autor ha demostrado ya con gran dedicación y técnicas en el campo de la Historiografía y la Historia de América, lo que realmente es, un trabajo serio, en uno de los campos, menos estudiado por los americanistas, la Historia del Fenómeno Religioso en La América Colonial. Esto tiene su explicación, primero por el grado de complejidad que conlleva el análisis de los documentos eclesiásticos y civiles de la época con un idioma que requiere el uso de la paleografía, el cual siempre es un elemento poco ventajoso para el investigador no experto, y la ubicación física de documentos primarios los cuales en su mayoría no se encuentran en nuestro continente. Todos son factores determinantes a la hora de escoger un tema tan complicado como el que se nos presenta en esta obra. Sin embargo, todos estos elementos han sido superados por nuestro autor en su obra anterior titulada “La Inquisición Española y Las Supersticiones en el Caribe Hispano a principios del Siglo XVII”, el cual alcanzó el Primer Premio del Instituto de Literatura Puertorriqueña en Ensayo Crítico e Investigativo publicado en 2011.

El doctor Crespo Vargas ha escogido el tema de los procesos de la Inquisición como su objetivo de estudios e investigaciones y en dichos procesos sin duda alguna se ha realizado una intensa labor recopilando datos que en algún momento los han trabajado historiadores de la talla de los doctores Paulino Castañeda, Pedro Borges, Joseph Ignasi, Elisa Luque y Jesús Hernández Palomo. Sin duda alguna, nuestro autor con esta investigación y texto ciertamente nos brinda una de las piezas claves para el futuro entendimiento de las Relaciones Iglesia-Estado en las Colonias Americanas en su vinculación con el proceso de la Inquisición Española.

Es claro el hecho de su dominio con el tema expuesto, pues se manifiestan en los documentos primarios y recursos bibliográficos que analiza, pondera y evalúa. El autor, al menos ha superado, los posibles problemas metodológicos que suelen presentarse en un tema tan grave como el que se nos presenta. Uno de estos sería la abundancia del material disponible con relación al periodo de estudio; el cual se superaron con gran tenacidad al poder obtener algunos datos, los cuales son separados solo para entidades y fundaciones altamente especializadas; otro es el análisis sin prejuicio cuidadosamente expuesto y el vigor y la creatividad que todo investigador serio debe presentar en sus conclusiones.

Al enfocar los temas en torno al “imaginario del demonio en los procesos de la inquisición”, el autor ha tenido entre sí algunas verdades que pasarían inadvertidas en otras geografías. Lo específico y especializado del tema justifica, en nuestra opinión la atención que el doctor Crespo Vargas ha dedicado a un problema histórico de mediados del Siglo XVII. El análisis de cada proceso inquisitorial pone de manifiesto claramente las destrezas del investigador como historiador.

Hasta este momento no hemos tenido acceso a muchos textos que ofrezcan mayor cantidad de datos o hayan trabajado con mayor rigor el número de fuentes en torno a los demonios que están presentes en la obra del doctor Crespo Vargas. En verdad, este podría ser uno de los primeros estudios académicos en el Caribe, con un tema histórico, social y religioso con propósitos puramente intelectuales.

Este prólogo se escribe en momentos en que la fragilidad humana continua discriminando a todos aquellos que no creen como la mayoría. Tal parece que los procesos inquisitorios no han concluido en pleno siglo XXI, los grandes cambios en el planeta que ejemplifican el seguimiento de lo que debe ser, el llamado a la comprensión y la tolerancia. Mucho de lo que puede describirse sobre el periodo que cubre la Inquisición Española del Siglo XVII es similar a nuestros días.

La riqueza y extraordinarios datos que se revelan de esta investigación realizada por el doctor Pablo L. Crespo Vargas desde una perspectiva y análisis académico que permiten una reflexión con mayor sobriedad, nos permite concluir que es una verdadera contribución al estudio de lo que con mucho acierto se ha de titular El demonismo en el Caribe Hispano: Primera mitad del siglo XVII.






[1] Director de la Escuela de Teología de la Universidad Interamericana de Puerto Rico, Recinto Metropolitano.

jueves, 16 de julio de 2015

Isabel Noble: Una hechicera portuguesa en el Caribe

Isabel Noble: Una hechicera portuguesa en el Caribe

Autor: Pablo L. Crespo Vargas

Nota editorial: Este artículo fue publicado el 23 de agosto de 2014 en El Post Antillano.

Círculo Mágico de John William Waterhouse
1886, localizado en la galería de arte de
Tate Britain, Millbank, Londres
El 2 de febrero de 1614 se efectuó el primer auto de fe del Tribunal Inquisitorial de Cartagena de Indias. Fue todo un acontecimiento que llenó de júbilo a los funcionarios gubernamentales de dicha ciudad. En ese momento, la Inquisición española llevaba cuatro años establecida en lo que era considerado uno de los principales puertos españoles en el Caribe. Este auto de fe o procesión de acusados por delitos en contra de las creencias religiosas oficiales buscaba presentar a la Inquisición española como la primordial institución de la monarquía, estableciéndose ante todo poder secular como el principal instrumento de control social de los reyes de la casa Habsburgo. Ese día se presentaron treinta y seis acusados, de los cuales cuatro fueron por hechicería y uno por brujería.

Una de las causas presentadas fue la de Isabel Noble. Esta mujer había llegado junto a su esposo desde su natal Portugal. Ellos, al igual que miles más, emigraron buscando riquezas, prosperidad y bienestar en el Nuevo Mundo. No obstante, esto para muchos era únicamente una quimera, ya que las Indias eran un lugar inhóspito, lleno de peligros, donde cada colonizador debía asumir una serie de riesgos para lograr las ganancias deseadas, que en muchas ocasiones nunca se daban.

El caso de Isabel fue uno lamentable. Su esposo, viéndola como una carga, decide seguir un rumbo aparte, dejándola prácticamente en la soledad y la pobreza en Cartagena de Indias. Su excusa, irse al Perú buscando riqueza y dejando la promesa de que algún día la mandaría a buscar o regresaría lleno de joyas y oro que disfrutaría con su amada. La realidad fue otra, Isabel se había quedado sola, sin nadie a quien recorrer, desamparada y desesperada. Con cuarenta y ocho años de edad no tenía muchas opciones para sobrevivir en un ambiente lleno de crueldades y sinsabores. Su única opción era buscar un oficio donde pudiera ser reconocida, valorada y que le diera un ingreso recurrente con el que pudiera vivir bien. La prostitución no fue una opción a escoger. El oficio de celestina le venía mucho mejor.

En un principio pudo establecer una gran clientela, quienes le solicitaban todo tipo de conjuros y brebajes dirigidos a solucionar los problemas y males del amor. Se especializó en la invocación de palabras de consagración; el uso de diversos elementos tales como el agua, sal y habas, entre otros; la realización de casamientos; y el hacer regresar maridos perdidos. Nos suena curioso esta última, conociendo que ella misma tenía a su esposo en tierras lejanas y sin conocer su paradero. Pero debemos recordar, que dentro de estas creencias se dice que quienes tienen dones mágicos no los pueden utilizar a su favor, el hacerlo los autodestruiría.

Por lo visto en su proceso, la magia que Isabel utilizaba, si tuviera que ser catalogada, tendríamos que indicar que era una de tipo blanca o buena, ya que en ningún momento se menciona algún uso maléfico de sus hechizos. Sin embargo, no todo le salió bien. Algunas de sus clientas no quedaron satisfechas y llevaron sus quejas al inquisidor, quien rápidamente la mandó a encarcelar. En su juicio se presentaron dieciocho testigos todas alegando la diversidad de hechizos que la acusada utilizaba.

Su condena fue ser expuesta a vergüenza pública y destierro de las Indias, en otras palabras debía regresar a Portugal. A su beneficio, la Corte Suprema Inquisitorial en Madrid revoca el destierro, por lo cual puede mantenerse en la región. Sin dinero y si mucha salida, Isabel retoma su antiguo oficio sabiendo que una segunda sentencia la podría llevar a la hoguera. Es por esto que en esta ocasión trata de permanecer en el anonimato, acción que también la lleva a cambiar sus métodos de operación, ya que comienza a invocar diversos demonios, entre ellos a Satanás, Barrabás y al Caifás (los dos últimos eran nombres referentes a personajes bíblicos que eran comunes en la época para denominar demonios). Esta acción nos indica que Isabel tenía una clientela diferente a la que originalmente solicitaba sus servicios. En este sentido podemos ver que su magia tomó, en parte y por necesidad, un enfoque malévolo. En el 1622 es llevada a juicio gracias a la testificación de tres mujeres que sintieron que sus pedidos no fueron atendidos satisfactoriamente. Los inquisidores reprendieron gravemente a la portuguesa, la condenaron a 100 azotes y fue desterrada de manera perpetua e irrevocable de Cartagena de Indias.


Los datos sobre el proceso de Isabel Noble se encuentran en el Libro 1020 de Relaciones de Fe del Tribunal de Cartagena de Indias, Sección de la Inquisición, en el Archivo Histórico Nacional en Madrid. La reseña de su vida puede leerse en La Inquisición española y las Supersticiones en el Caribe hispano, siglo XVII (versión ampliada y revisada en la Editorial Akelarre, 2013) y en El demonismo en el Caribe hispano: Primera mitad del siglo XVII (Editorial Akelarre, 2014).

lunes, 6 de julio de 2015

Fuentes sobre el simbolismo en el arte cristiano: Breve bibliografía anotada

Fuentes sobre el simbolismo en el arte cristiano:
Breve bibliografía anotada

Por Pablo L. Crespo Vargas




Cabral Pérez, Ignacio: Los símbolos cristianos, México, Trillas, 1995.

Ignacio Cabral, especialista y crítico del arte, presenta un estudio donde se analizan diversas obras pictóricas del arte cristiano. El autor muestra un análisis donde detalla las diversas características, los valores estéticos y los significados que se pretenden demostrar con las expresiones artísticas. Uno de los principales señalamientos de este autor es la importancia de las obras de arte como un testimonio a la historia de un pueblo. El libro tiene 332 páginas, está ampliamente ilustrado y consta de un glosario de términos eclesiásticos. Está dividida en tres partes y veintiún capítulos. La primera parte está dedicada a un análisis del cristianismo y sus orígenes, el imaginario y la simbología cristiana, el espacio sagrado y un estudio de la iconografía. La segunda parte es dedicada a la Divinidad (Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo) y una revisión hacia la figura de María, la madre de Jesucristo. La última parte presenta diversas representaciones artísticas de pasajes bíblicos, la historia de los santos y las Órdenes Militares. Se debe señalar que un gran número de las obras de arte reseñadas son de origen americano o están en museos de América.


Dillenberger, Jane: Style and Content in Christian Art, New York, Abingdon Press, 1965.

Obra de 240 páginas y unas 80 ilustraciones que nos presenta un análisis del estilo y contenido del arte cristiano a través de la historia del cristianismo. La autora, una especialista en arte cristiano y curadora de museo, nos describe las distintas características de este arte. Entre los planteamientos de la autora está el indicar que las grandes obras artísticas son reflejo de la experiencia religiosa del artista. El modo de escribir de Dillenberg es muy casual y en ninguna medida técnico, lo que lleva a que su obra pueda ser leída por un público diverso y de poco conocimiento en el arte. Dillenberger enfatiza el arte cristiano europeo, sin embargo, esto no impide que Style and Content in Christian Art pueda ser utilizada como referencia para el análisis del arte en América ya que describe diversos estilos que son reflejados en manifestaciones religiosas ocurridas en el Nuevo Mundo. 


Dillenberger, Jane: Secular art with Sacred Themes, New York, Abingdon Press, 1969.

Trabajo de 143 páginas y 54 ilustraciones que analiza principalmente el arte religiosos del siglo XX, hasta la década de los 60. Debemos señalar que algunas de las comparaciones que se presentan están precedidas por descripciones de arte religioso procedentes del siglo XVII, XVIII y XIX. La obra lleva al estudioso del tema para poder establecer ciertos criterios sobre arte que pueden ser utilizados para el análisis histórico del arte religioso. Aunque su enfoque es el arte europeo muestra algunas características presentadas en la arquitectura religiosa en Norteamérica.


Duchet-Suchaux, Gastón y Michel Pastoureau: Guía iconográfica de la Biblia y los Santos, Madrid, Alianza Editorial, 2001.

La Guía iconográfica de la Biblia y los Santos es una fuente de importantísimo valor en el estudio del arte y la simbología cristiana. La obra está hecha en un formato de entradas puestas en orden alfabético (estilo enciclopédico). Consta de 413 páginas y un sinnúmero de ilustraciones, tanto en blanco y negro como a color. Todas las entradas están divididas en dos apartados. Las que tratan sobre los Santos se dividen en vida y leyenda, y su representación dentro del arte. Las entradas de personajes bíblicos están divididas en tradición y en representación artística. En ambos casos se hace una descripción de diversos modelos artísticos con los cuales el personaje ha sido caracterizado. La obra tiene la importancia de servir de referencia invaluable en el análisis de las representaciones artísticas en América ya que presenta un trasfondo general del simbolismo de cada uno de estos personajes.


Grabar, André: Christian Iconography: A Study of Its Origins, Princeton, Princeton University Press, 1968.

Esta obra de 174 páginas y 341 ilustraciones es otro buen ejemplo de cómo el arte cristiano puede ser utilizado para el análisis histórico de un pueblo, una cultura o un grupo poblacional. En el sentido del estudio del arte cristiano en América, la obra serviría de referencia, a la vez que sería un buen punto de inicio para observar un modelo a seguir. De hecho, la parte dos del libro le dedica un apartado a la escena histórica y cómo esta es una interpretación del pensamiento social y eclesiástico de la época.


Jameson, Anna: Sacred and Legendary Art [1848], 2 vols., New York, AMS Press, 1970
Anne Jameson (1794-1860), escritora y crítica del arte, publicó esta obra de dos volúmenes en el 1848. En ella trabaja el tema de la simbología tanto en el arte cristiano como en el desarrollo de leyendas e historias relacionados con los santos y los personajes bíblicos del Nuevo Testamento. El primer volumen tiene 394 páginas y 98 ilustraciones. En él, la autora analiza el arte dedicado a los ángeles, arcángeles, los doce apóstoles, los doctores de la Iglesia (cuatro padres latinos y cinco padres griegos) y algunos otros personajes bíblicos del Nuevo Testamento. El segundo volumen consta de 424 páginas y 89 ilustraciones. En él se trabaja una serie de santos, los mártires (divididos en latinos, romanos, tuscanos, lombardos, españoles y franceses), los primeros obispos de Roma, los santos ermitaños y los santos que combatieron en defensa del cristianismo. La autora tiende a ser detallista en sus descripciones y presenta análisis comparativo de las distintas manifestaciones artísticas estudiadas. En esencia, esta obra debe ser consultada como referencia básica al estudio del arte cristiano y su simbología.


Male, Emile: The Religious Art: From the Twelfth to the Eighteenth Century, Princeton,
Princeton University Press, 1982.

Esta obra de 208 páginas y treinta y tres ilustraciones nos va reseñando la evolución de la expresión artística religiosa en un trayecto que comienza en el siglo XII y termina en el siglo XVIII. La autora pretende presentarnos los distintos cambios ocurridos en las manifestaciones artísticas de este periodo. Da énfasis en los significados de la simbología utilizada por los artistas de estos periodos. Aunque se concentra en el arte europeo, su escrito puede ser utilizada de referencia al análisis de las obras artísticas desarrolladas en el periodo de la colonización en las Indias. Uno de los puntos que Male enfatiza es el uso del arte para la interpretación de la historia de la Iglesia. 


Morgan, David: Protestants and Pictures; Religion, Visual Culture and the Age of American Mass Production, New York, Oxford University Press, 1999.

Esta obra de 432 páginas y 148 ilustraciones busca presentar una imagen del arte visual protestante durante los siglos XIX y XX. Entre los aspectos que se discuten está el uso de imágenes y su relación con la cultura política del protestantismo, el comercio y las innovaciones culturales como la producción literaria en masa. La obra consta de cuatro partes y nueve capítulos. En ellos se ven diversas denominaciones tales como los evangelistas y los adventistas.


Morgan, David y Sally M. Promey: The Visual Culture of American Religions, Berkeley, CA, University of California Press, 2001.

Esta colección de catorce ensayos busca presentar una imagen visual de lo que se considera la religiosidad popular en los Estados Unidos. Los estudiosos que aportaron con sus ensayos buscan demostrar como el arte religiosos ha sido importante en el desarrollo de diversas creencias cristianas en suelo norteamericano. Los tres temas principales discutidos sobre la expresión artística religiosa son su efecto en la identidad pública, en la formación de un significado religioso y en el desarrollo de la modernidad. Cronológicamente hablando, la obra discute la religiosidad estadounidense desde principios del siglo XIX hasta finales del siglo XX. El libro tiene 404 páginas y está lleno de ilustraciones que sirven de referencia y de ejemplos de la discusión de los autores.


Plazaola Artola, Juan: Historia del arte cristiano, 2da ed., Madrid, Biblioteca de Autores
Cristianos, 2001.

El jesuita Juan Plazaola Artola (nacido en 1919), especialista en arte cristiano, presenta una obra donde trata de manera general las distintas características y medios artísticos que se han utilizado para representar el cristianismo mediante distintas formas y géneros de arte, entre ellas incluye la arquitectura. El libro tiene 348 páginas y un mínimo de ilustraciones que ayudan al lector a poder entender las distintas manifestaciones artísticas desarrolladas desde principios de la cristiandad hasta finales del siglo XX. Aunque enfatiza el arte europeo, le dedica algunos apartados al barroco y rococó en Iberoamérica y a la arquitectura moderna (post Segunda Guerra Mundial) en Norteamérica y en Iberoamérica.


Ritter, Richard H.: The Art of the Church, Boston, Pilgrim Press, 1947.

Esta obra va dirigida a presentar diversas características artísticas predominantes en distintas iglesias cristianas. El fin del autor es comparar manifestaciones artísticas en varias denominaciones, tales como: la Iglesia ortodoxa, la presbiteriana, la metodista y la bautista entre otros. Entre los subtemas que trata están la configuración interna de los templos, los distintos modelos de mobiliario utilizados, etc. En el aspecto histórico, el autor realiza una descripción de cómo la construcción de los templos ha evolucionado en los Estados Unidos. Otros temas tocados por Ritter son: la música, las danzas, los actos teatrales, la escultura, la pintura y el desarrollo de una literatura religiosa (refiriéndose a las biblias, los himnarios y otra documentación presentada como parte de la propaganda del mensaje misionero. Se debe destacar que en el último capítulo, el autor se lo dedica a presentar las diversas características y cualidades que deben tener los artistas que se dedican al arte religiosos. La obra consta de 146 páginas y 50 ilustraciones.