(fragmento de la obra Un aspecto tétrico de la vida en sociedad. Las necrópolis ponceñas del siglo XIX: 1814-1890, publicada en 2020)
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Siguiendo las antiguas costumbres cristianas de enterramiento, en Ponce se sepultaban a
los difuntos dentro o fuera de la iglesia del mismo modo que se estilaba en
otras partes de la Isla (Blanch Miranda, 2014). Se abrían
fosas en el piso donde era depositado el cadáver (Font Negrón, 2003). La norma, más o menos, estándar en el país era que el área del altar fuera
exclusiva para clérigos y religiosos. Aparte de ese lugar señalado el resto de
las áreas de enterramiento se dividían en tramos. El primer tramo, cercano al
altar y a otras reliquias sagradas, se reservaba para personas distinguidas y
de relevancia social. El periódico ponceño El Fénix registra que, en 1857, en
un intento por ensanchar la iglesia, al parecer se descubrieron restos de los
difuntos en los nichos allí
enterrados y bajo los altares (Pasarell, 1967). Más alejadas del altar, pero
dentro de la iglesia, estaba el tramo segundo. Allí se inhumaban a otras
personas que tenían quizás algunos recursos y podían pagar un digno
enterramiento y a los niños. Fuera de
la iglesia estaba el tramo tercero, cuya área se destinaba para sepultar a los
pobres menesterosos y los esclavos.
En el pueblo de Ponce los únicos recintos religiosos, consagrados para sepultar personas que habían muerto en el seno de la Iglesia, eran la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe y la ermita San Antonio Abad. La parroquia, cuyos orígenes como una capilla se remontan a 1670, sería el único lugar de enterramiento, hasta la fundación de la ermita de San Antonio en 1724. Con respecto a ésta Eduardo Neumann señala que por iniciativa de D. José Rodríguez fue reconstruida tras un terremoto y sirvió como parroquia hasta 1788. Ese mismo caballero fue quien de su propio peculio, entre 1740 y 1800, mantuvo la fiesta anual del santo. Luego en 1806, un huracán averió la estructura siendo reparada nuevamente. Más tarde se le hicieron algunas mejoras y, entre 1820 y 1839, otra vez fungió como parroquia mientras el templo de la Guadalupe era reconstruido (Neumann Gandía, 1987).
Hay evidencia de que la
práctica funeraria de hacer enterramientos dentro de las iglesias deseaba
erradicarse desde el siglo XVIII y en San Juan donde la población era mayor tal costumbre era ya impracticable por cuestiones de
espacio. Así en los días del obispo D. Juan Bautista Zengotita se consagraron tres cementerios que acogieron a las víctimas
del ataque inglés de 1797 y a otros que fallecerían después (López
Canto, 2001). Pero en el resto de la
Isla la práctica continuó, aunque la idea de sepultar extramuros a la iglesia
iba cobrando fuerza desde inicios del siglo XIX según se desprende de una Real
Cédula del 15 de mayo de 1804 (Blanch Miranda, 2014). La misma disponía que en
los dominios de Indias el establecimiento de cementerios debiera de hacerse en
las afueras del poblado. Sin embargo, pareciera que en Ponce esta normativa fue
letra muerta y todavía una década después no existía un cementerio en el
pueblo.
Referencias utilizadas
Blanch Miranda, Hilda: “Un acercamiento a la muerte en Puerto Rico”, en Hereditas: Revista de Genealogía Puertorriqueña, vol. 15, núm. 2, Año 2014.
Font
Negrón, Aramis: “Los entierros en la iglesia de La Tuna”., en Hereditas: Revista
de Genealogía Puertorriqueña, año 4, núm. 2, octubre 2003.
López
Cantos, Ángel: Los puertorriqueños: mentalidad
y actitudes (siglo XVIII), 2da ed, San Juan: Ediciones Puerto, 2001.
Neumann
Gandía, Eduardo: Verdadera y auténtica historia de la ciudad de Ponce,
Edición Conmemorativa del Centenario de la Fundación del Partido Autonomistas
Puertorriqueño, 1887-1987, 1987.
Pasarell,
Emilio J.: Esculcando el siglo XIX en Puerto Rico, Barcelona: Ediciones
Rumbos, Barcelona, 1967.
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