miércoles, 3 de febrero de 2016

De clases sociales: Fantasía y violencia racial

De clases sociales
Fantasía y violencia racial

Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
Desde Comala siempre…

Si “la verdad está en lo increíble —ximántara diama xitrán—“ (Euralas), es porque la fantasía duplica lo Real.  Lo calca en espejeo y lo desdobla en realidad y realeza. 

Si lo fantástico implica que el lector considere “el mundo de los personajes como un mundo de personas vivientes” (T. Todorov, Introducción, 37), aún su carácter etéreo extremo presupone la materia.  Lo concreto obliga al espíritu más sutil a manifestarse en lo tangible.  De lo contrario, permanecería oculto para un habitante terrestre y mundano.  Sea la lengua sonido y escrito, pedestal del sentido, sin esa huella dual no hay comunicación.  No hay idioma sin un  espectro físico e inscripción.  Sea el cuerpo biológico, cimiento de la psique, sin su rondar, no hay figura literaria, aun si se llame alma en pena.  Esta doble presencia palpable —lengua y cuerpo de un “simio gramático”— hace que la fantasía se arraigue en el reino físico de este mundo.  La fantasía se imagina como un universo posible, paralelo a la sociedad humana.

En El Salvador, dos ejemplos clásicos se intitulan O-Yarkandal (1929/1969/1971/1996) de Salarué y, menos renombrado, La princesa está triste… (1925/1996) de Raúl Contreras.  Ambas obras no sólo comparten una misma afición generacional — el orientalismo— (véase la foto de ambos junto a Alberto Guerra Trigueros, en Contreras, Obra, 1996: entre 111-113).  También describen un mismo modo esclavista de producción.  Por afición esotérica e imaginaria, a los blancos les corresponde la posición dominante, mientras a los negros se les asigna el quehacer de esclavos sometidos.  La dialéctica del amo-esclavo calca el tinte de la piel, según una literatura fantástica en reflejo de lo social sin presencia indo-americana.  
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Léanse las siguientes citas que describen un modo esclavista y racista del trabajo en O-Yarkandal (1969):

Krosiska […] marcaba a sus esclavos con hierros candentes […] llamó a su esclava Bethez que era negra y le dijo:
            — ¡Oh tú, márfil negro […] (165-166).
 A Sirsica [mujer de alcurnia] una negra enjoyada y casi desnuda la asiste […] está como arrodillada entre sedas blancas y es bella como una sombra, como la propia sombra de Sirsica.  Al timón hay un negro robusto y en la proa, en silencio, dos esclavos y dos esclavas.  En la popa hay un mozo pálido (200).
Ulusú-Nasar vivía en un palacete […] los esclavos que atendían, se ataviaban tan sólo con entreperneras cuajadas de rubíes y llevaban el cuerpo untado de óleo, que les hacía resplandecer como si hubieran sido de ébano vivo […] Ulusú-Nazar poseía un suave matiz rosado (214).

Casi todas las referencias a los esclavos los identifican como “negros”, mientras que los amos, en cambio, son blancos.  La esclava de Sirsica, aunque bella, es la “sombra” de su patrona y el “matiz rosado” de Ulusú-Nasar contrasta con el color ébano de sus sirvientes.  El tono de la tez parece dictar la riqueza, el poder y la posición social de los personajes.  Además, el papel protagónico le corresponde a los amos.  Los esclavos aparecen exclusivamente en el trasfondo, jugando una función secundaria de ayudantes. 

Hay una marcada diferencia étnica y racial entre la servidumbre y sus amos.  La división de clases se corresponde con una distinción racial.  Aunque no exista instancia alguna de discriminación directa contra una población de origen africano, su posición dentro de la jerarquía social del imperio demarca un claro racismo.  A ninguno de los gobernantes, ni a los protagonistas pudientes, les preocupa en lo más mínimo esa equivalencia entre el color negro de la piel y la esclavitud. 

Además, al percibir la realeza como “misión sagrada” (Salarrué, 1969: 185), se presupone que una visión teocrática del poder la sustenta una ideología racista apenas insinuada en el texto.  De ahí que el modo de producción del fabuloso imperio de Dathtalía se caracterice como fundado en la esclavitud y en el racismo.  Las prerrogativas reales (real and royal) son atributo de una población marcada por una “blancura” casi “transparente” (175), una “blancura radiante” (202).  Una de sus verdaderas maravillas “vuelve rubias las cabelleras más negras” (Salarrué, 1969: 183). 


Se clasifique bajo el rubro de literatura astral, teosófica o fantástica no hace variar el hecho social en sí: la clasificación de los grupos humanos por su tinte de piel, premisa de una época anterior al ADN y al genoma.  A lo sumo, ese código legitima el hecho para sí de una sociedad dividida en clases sociales, a saber: la esclavitud de los afro-descendientes y el tributo de reinos subalternos.  La distribución espacial calca la pátina de la dermis, como si la naturaleza dictase lo social, cuanto que nada más arbitrario que clasificar los humanos o las frutas (fresa y tomate) por su apariencia.  Por un juicio crítico original, “la realeza representa la jerarquía máxima y”, por tanto, simboliza “la expresión de las jerarquías espirituales” (H. Lindo, en Salarrué, 1969: LXIV).  Acaso no habría “condición mística o iniciática” (ídem) sin esa tajante servidumbre regulada por el color.  El cuadro siguiente resume la distribución espacio-racial de los “reinos tributarios” (Salarrué, 1969: 163-164).

Norte: Ki-Su – hombres amarillos

Noroeste: Askankán –                                         Nordeste: Edimaputa – 
hombres rojos                                   |                      hombres blancos
                                    \                                  /

Oeste: Xibalbay/      —        Samiramina   —        Este: Zunzunte –
Xibaibailá: hombres             Capital                      hombres negros
de barro

                                    /                                  \
                                                            |                      Sureste: Bagalgaya – hombres                                                       color uva

                                                Sur: Kadputra – hombres grises

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Como episteme de la época, la equivalencia de la raza con la jerarquía social la reitera Raúl Contreras en su obra La princesa está triste… (1925/1996).  Si los “esclavos” son “negros” (31), la belleza de la princesa destaca por su piel blanca, ojos verdes, rizos rubios (41-42).  En su enlace intermedio, se hallan los trabajos que se le asignan a quienes divierten a la realeza.  Las “bailarinas” son de “Siria” (46) y los juglares, de “Bagdad” (50).  En calco fiel, el ideal de raza caucásica lo replican los poemarios Versos del ayer (1920-1945/1996) y Niebla (1956/1996).  Mientras la primera antología implora el “cariño” de una “mujer” en el “armiño de sus manos” (155), el segundo libro, su “mirada casi verde” (268).  En preludio a Niebla, Claudia Lars anticipa que la “niña de palabras de agua pura” posee “color de nieve” y “blancura” (“A Lydia Nogales”, 257).  La fantasía jamás imagina un mundo justo, trastocado por los Derechos Humanos más elementales (artículo 1), esto es, una sociedad pos-esclavista y democrática en la cual las diversas razas y etnias posean una voz política y un voto similar. 
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Mientras en O-Yarkandal la mezcla racial resulta un enigma acallado, en La princesa está triste… la misceginación la castiga el asesinato del juglar que osa transgredir los códigos de la jerarquía social.  Al enamorarse de un subalterno, la princesa no sólo reduciría su estatuto financiero: “es humilde su cuna”; “hablar con un artista sería rebajarte” (96), le advierte el Hada.  A la vez, enturbiaría el ideal poético del albor inmaculado que encarna su cuerpo: “es linda y graciosa/rubia como el trigo,/blanca como aljófar;/sus pupilas verdes”, idealiza el poeta (93). 

Tal es el misterio de la fantasía —sea esotérica o poética.  No se permite un mestizaje racial entre los amos blancos y los esclavos negros, ni tampoco entre el estamento superior y los intermedios sirios o iraquíes.  La estratificación étnica es rígida y castiga cualquier transgresión al deseo de traspasar esas fronteras.  La justicia socio-racial protege a la princesa blanca,  al decretar la “horca” del poeta  iraquí que se “balancea” cual péndulo humano (152). 

En su defecto, se elude toda referencia a la misceginación como si existiera un tabú de insinuarla.  Habría quizás una endogamia estricta que hace posible la separación absoluta del “matiz rosado” y del “marfil negro”. No sólo se separan en el color sino en el vestido, en la filiación étnica y en su rango social, acaso vivido como “misión sagrada” desde los orígenes.  Uno de los límites de la fantasía la ofrece la constitución de familias racial y culturalmente diversas.  Ninguna obra fantástica poetiza la existencia de unidades domésticas mixtas en raza y cultura.  

Rafael Lara

Si “habéis notado que doy preferencia a los cuentos que hablan de princesas y de reyes” (182), olvidáis su tez blanca cual la certifica “la realidad de mi realeza” (Salarrué, 1969: 230).  Por un juego de palabras —intraducible a otro idioma— lo Real remite a la monarquía y a la verdad objetiva.  Si el mundo imperial lo rige la política, lo regio administra lo Real.  Por la realeza, lo Real se vuelve realidad.

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Al presente que combate la impunidad, reclama la justicia y anhela aplicar los derechos humanos, no le correspondería mitificar fantasías orientalistas.  En cambio, su entereza política exige investigar la manera en que se inventan diferencias sociales por el simple tinte de la piel.  Si esa disgregación social —amos blancos, artistas árabes y esclavos negros— presupone una violencia fundadora, su verdadera naturaleza se llama imaginación humana.  Un imaginario cultural —la fantasía— concibe que el color legitima la realeza y la realidad social.  Se anota de nuevo la ausencia de toda población indo-americana, aún encubierta por las premisas del silogismo maravilloso. 

La ecuación ficticia resulta más exacta que toda fórmula matemática.  La pureza de la raza blanca debe mantenerla una justicia despiadada.  Su crueldad legitima la jerarquía social por una blancura sinónima del albor y de la decencia.  El “alma negra” (165) significa el pecado, como la “blancura” de nube, lo etéreo (Salarrué, 1969: 219).  Al denunciar la violencia sinfín, la actualidad observaría en la crueldad imaginaria de la fantasía un anuncio certero de su larga dimensión en el pasado.  No hay nada nuevo bajo el sol del “crimen” organizado e institucional (Contreras, 152). 

Previo a todo “plata o plomo” a la moda, se vaticina que el quinto mandamiento jamás reza “no matarás”.  Por lo contrario, borgeanamente prescribe “si matas en nombre de lo que crees justo, no eres culpable”.  Tales asesinatos legales producen “deleites para el ojo y el oído” —según la lectura original e irrefutable del texto salarrueriano (A. Masferrer (1925), en Salarrué, 1969: 159).  Igualmente, suscitan una emoción superior, “tan poética y elegante” que sugieren el indulto (J. Cejador (1925), en Contreras, 8). 

En síntesis, al hacer del “asesinato una de las bellas artes” (T. Quincey, 1827 y 1839), la crítica literaria clásica endulza el crimen disfrazándolo de esoteria y de poesía.  Por un cambio de sensibilidad, la elegancia formal del homicidio ya no se evalúa por lo “refinado” de su estilo (Masferrer, ídem).  Ahora rinde cuenta por el acto mismo de violencia institucional solapada.  Tan “bellas son en verdad las historias que nos cuentas” (Salarrué, 1969: 242), como horrenda la división racial que ocultan.  La tortura que justifican…

Bibliografía

Contreras, Raúl.  Obra poética.  San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 1996.  David Escobar Galindo (compilador). 

Revista Excelsior, 1928. 

Salarrué.  O-Yarkandal.  Historias-cuentos-y leyendas de un remoto imperio.  Cuscatlán: Tipografía Patria, 1929. 
---.       Obras escogidas.  San Salvador: Editorial Universitaria de El Salvador, 1969.  Selección, Prólogo y Notas de Hugo Lindo  (vii-cxviii).
---.       O-Yarkandal.  Historia-cuentos-leyendas de un remoto imperio.  San Salvador: Dirección 
            de Publicaciones del Ministerio de Cultura, 1971. 
---.       O-Yarkandal.  San Salvador: Concultura, Biblioteca Básica de Literatura Salvadoreña, No. 5, 1996.

Todorov, Tzvetan.  Introduction à la littérature fantastique.  Paris: Editions du Seuil, 1970.

Rafael Lara-Martínez es profesor de estudios hispanos en el Tecnológico de Nuevo México/New Mexico Tech, Socorro, NM, EEUU.  Escribe bajo supervisión de La Llorona/Cihuanahual.     

En la ilustración: Nótese el sesgo racial y de género que recobra la fantasía teosófica de Salarrué. La “mercancía tan apetecida de los hombres” (213), una “bella” mujer desnuda se le ofrece al “afortunado” mercader y visir (214).  La realización del deseo masculino —la del varón acaudalado— la protege un esclavo “negro” (Salarrué, 1969: 214), semi-desnudo, al servicio de la majestuosa blancura (Excelsior, 15 de septiembre de 1928).  Distintivo étnico y de género, el vestido y la piel se proyectan hacia la baldosa que los remeda, en un tablero de ajedrez que enfrenta los opuestos en un doble jaque mate: erotomaquia mujer desnuda-hombre vestido y lucha étnica de clases.  

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