jueves, 14 de octubre de 2021

Ana de Mena: una bruja caribeña en el siglo XVII

Ana de Mena: una bruja caribeña en el siglo XVII
Pablo L. Crespo Vargas
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Ana de Mena: de Puerto Rico a La Habana

Ana de Mena nació cerca de 1608 en la Isla de San Juan Bautista, hoy día conocida como Puerto Rico. A los veinte años, el 25 de junio de 1628, es juzgada por primera vez en un juicio o auto de fe del Santo Oficio (L. 1020, 288Bis). En ese momento, el escribano obvió su estatus social, el cual conocemos porque fue especificado en una segunda comparecencia al tribunal inquisitorial, el 26 de marzo de 1633, donde se menciona que era una mulata libre (L. 1020, 367v).[1] Los legajos de su juicio no han sido encontrados, posiblemente fueron devorados por las llamas cuando el edificio del Santo Oficio en Cartagena de Indias, Nueva Granada, actual Colombia fue atacado por los patriotas de la ciudad, como parte de la guerra de independencia, en 1811.

Sobre Ana de Mena, entendemos que llegó y se estableció desde muy joven (por las condiciones que discutiremos más adelante) en La Habana, Cuba. Acción que nos confirma el alto grado de movilidad existente en las Antillas y el Caribe de aquel entonces. En este caso en particular, vemos cómo una mulata nacida en Puerto Rico terminó viviendo en esta isla vecina y, posteriormente, con el desarrollo de su proceso de fe, viajó y residió en Cartagena de Indias, siendo ambos puertos de gran importancia para la región caribeña y antillana

La Habana, que desde 1592 llevaba el título de ciudad, era el último puerto por visitar y lugar de reunión de la flota española antes de partir hacia Sevilla con los tesoros y riquezas que se habían destinado para este fin. Según el fraile carmelita Antonio Vázquez de Espinosa (1954, 94-96) en su recorrido por esta ciudad, para los años 1621 y 1622, se describe un puerto concurrido, con unos 1,200 vecinos, sin contar familiares y esclavos, a los que se le sumaba una población flotante de marineros, militares y aventureros.

En el análisis que realiza el historiador cubano Isabelo Macías Domínguez (1978, 21), se estima una población permanente para la primera década del siglo XVII de unos 5,950 individuos, entre ellos, 3,000 esclavos. Al sumarse la población flotante, los números se duplicaban. Todo esto convertía a La Habana en el lugar ideal para establecer cualquier tipo de negocio e industria. De la misma forma que esclavistas, mercaderes y aventureros percibieron a esta ciudad como el lugar idóneo para comenzar sus negocios, los practicantes de las artes mágicas (hechiceras, magos, adivinos, entre otros) vieron una oportunidad de progresar. Tanto fue así que La Habana, y Cuba de manera general, entre 1610 a 1632 fue el lugar de residencia del 24.4% de los procesados por supersticiones en el tribunal inquisitorial de Cartagena de Indias (Crespo, 2013, 228).

En el caso de las hechiceras, como Ana de Mena, las probabilidades eran varias. Ana debió desarrollarse preparando conjuros, pociones, adivinando el futuro, leyendo cartas y dando consejos. Las artes mágicas podían ser utilizadas para un sinfín de asuntos, tanto benéficos como maléficos (Russell, 2017, Gregor, 1972, Robbins, 1971 y Lea, 1957). No obstante, hubo tres áreas que eran rentables económicamente: los males de amor (problemas amorosos o sentimentales), la búsqueda del conocimiento oculto o de personas u objetos perdidos (adivinación), y el conseguir beneficios en los juegos de azar (Crespo, 2013, 209). La sociedad era una muy supersticiosa y los conocedores de las artes mágicas aprovechaban esto para mejorar su situación social y económica.

Primer proceso inquisitorial

El primer proceso del Santo Oficio en contra de Ana de Mena culminó el 25 de junio de 1628. Ese día el tribunal inquisitorial de Cartagena de Indias celebró un auto de fe en la iglesia catedral de la ciudad donde se presentaron once causas o juicios (L. 1020, 286-300v). Los autos de fe se realizaban de manera pública, aunque conocemos de casos que fueron de manera privada y a escondidas (L. 1020), ya que las autoridades solo permitían a una pequeña cantidad de testigos y estos estaban relacionados con el acusado. El acto público se podía realizar en la plaza o en la iglesia. Los autos realizados en la plaza tendían a ser de gran pompa, extravagantes y eran todo un espectáculo dirigido a las masas. Su implicación social era demostrar la majestuosidad y la grandeza de la institución (Pérez, 1984, 265). Para los extranjeros, específicamente para los que consideraban a España como un país enemigo, era una actividad tenebrosa y representativa del fanatismo religioso (Kamen, 1985, 243). En el caso de Cartagena de Indias, José Toribio Medina (1899, 82-91) detalla los pormenores que implicaron la realización del primer auto de fe en la ciudad el 2 de febrero de 1614. La celebración de tan fastuoso espectáculo demostró un gran derroche de dinero, por lo cual la mayoría de los autos de fe fueron realizados en la iglesia catedral. Esto nos lleva a pensar que la supuesta riqueza indiana era más un asunto de óptica e interpretación. Debemos ver que una de las quejas de los inquisidores en Cartagena de Indias fue la falta de recursos (Medina, 1899).

El proceso de Ana de Mena comenzó unos meses antes, cuando fue acusada ante las autoridades inquisitoriales de La Habana por dieciséis individuos; acción que provocó su arresto y traslado a Cartagena de Indias. El día del auto de fe, su causa fue la quinta traída al púlpito. Para ello, se comenzó con la presentación de la joven rea. Se indicó su procedencia, su edad y composición racial. Luego, se mencionaron las acusaciones y el número de testigos, pero nunca se indicaban los nombres de estos ya que era parte de la metodología inquisitorial, la cual llamaban el secreto. El secreto era, posiblemente, la característica institucional de mayor peso en la inquisición. Su mayor virtud, desde el punto de vista inquisitorial, era mantener la sacralidad del proceso. No obstante, para los detractores de la inquisición era muestra del deseo de impunidad y arbitrariedad de parte del sistema y de los inquisidores (Bennassar, 1984 y Galván, 2001).  

En el auto de fe de Ana de Mena, se indicó que la joven había confesado y aceptado lo que se consideraba, por parte de la inquisición, eran sus pecados. Su sentencia espiritual fue una abjuración leve o de levi. En otras palabras, demostró arrepentimiento de una falla menor. Veamos cuáles fueron. Los testigos imputaron que Ana utilizaba las yerbas para ritos mágicos dirigidos al bienquerer, la búsqueda de secretos y del conocimiento futuro (del porvenir o destino de sus clientes). Como parte de estos ritos, también realizó suertes y conjuros, donde demostraba, según los testigos, la utilización de procedimientos mágicos (L. 1020, 288Bis-288Bisv).

Ahora bien, ¿Qué son las suertes y los conjuros? Las suertes son definidas como “las inmemorables ceremonias y ritos de hechizo o maleficio” (Spleandianni, vol. 4, 54). En el caso de los conjuros, estos son prácticas mágicas donde se utilizan oraciones y cuyo fin es obtener algún beneficio o lanzar un maleficio (Spleandianni, vol. 4, 41). Según podemos notar, ambos términos tienden a ser parecidos, no obstante, se diferencian en que las suertes tienden a ser más estructuradas que los conjuros, ya que implican una especie de ceremonia de mayor complejidad que la utilizada en los conjuros 

Sobre las suertes que se le achacaban, las cuales son mencionadas, pero no redactadas en su totalidad en las actas, estaban: la del huevo con la oración de San Juan, la de medir el brazo, la de las habas, la de san Zebrián, la de santa Marta y la del cedazo. Añaden que Ana de Mena tenía el poder de hacer bailar a una escoba y que sus suertes y conjuros la habían llevado a adivinar situaciones desconocidas para sus clientes. La suerte de Santa Marta y la oración de San Juan eran utilizada para que los amigos (o posibles amores) regresaran. Entre los conjuros se encontraban: el del umbral de la puerta, el de la piedra imán, el de la estrella, la cual ella reverenciaba y adoraba, y otro que decía: “besuete, besuete como Cristo cochavete (sic)”. Algunos conjuros que realizaba iban invocados a demonios. Por ejemplo, el conjuro al señor compadre donde el primer pecado realizado con un amigo (posible acto sexual) era dedicado a los seres maléficos. Otros conjuros considerados diabólicos eran el de San Erasmo y uno que comenzaba “con dos te miro”. En todos ellos se promovía el que una persona se enamorara perdidamente y conviviera con otra (L. 1020, 288Bis.-288Bis.v.).

Lo interesante de todo, no era que Ana de Mena supiera conjuros y maleficios o que a su corta edad fuera bien reconocida, sino que era considerada una maestra de hechiceras y que la mayoría de sus hechizos dieran los resultados esperados tal como confirmaron los testigos y la misma acusada. Para los inquisidores, esta mulata nacida en la Isla de San Juan Bautista: “parecía saber cuántas supersticiones y sortilegios la malicia humana había inventado” (L. 1020, 288Bis.v).

Durante el proceso fue necesario utilizar un “curador” o persona encargada a asistir a los menores de edad durante un juicio inquisitorial o legal ya que Ana de Mena no era considerada adulta (L. 1020, 288Bis.v.). Según la tradición jurídica castellana establecida en el códice de leyes redactado y aplicado desde 1265 (fecha aproximada) por una comisión del monarca Alfonso X, llamado Siete Partidas, y continuada en el Ordenamiento (leyes) de Alcalá de Henares de 1358, la mayoría de edad jurídica en los reinos castellanos era de veinte y cinco años (Rodríguez Otero, 2013).

La sentencia de este primer juicio fue que Ana de Mena saliera en el auto de fe con insignias de hechicera, que abjurase de levi (abjuración leve), que fuese traída a la vergüenza y el destierro de los obispados de Cartagena de Indias y de La Habana por un periodo de cinco años (AHN, Inq., L.1020, 288Bis.v).

Durante los procesos inquisitoriales, los reos sentenciados debían vestir unos símbolos o insignias que los identificaban con el crimen por el cual habían sido acusados. Por tanto, Ana de Mena utilizaría una insignia de hechicera por el tiempo designado. De ella no hacerlo se atenía a ser procesada nuevamente, pero con agravantes ya que se consideraba una falta mayor el no acatar la decisión del Tribunal.

La abjuración era una condena que demostraba que el convicto estaba arrepentido de su pecado y que se comprometía a no reincidir. La abjuración estaba dividida en tres categorías: abjurado “en forma”, levi (leve) y vehementi (grave). La abjuración formal implicaba declaración de culpabilidad y confesión del reo. La abjuración leve era dada por un delito no grave o cuando era la primera vez que el acusado cometía su falta. La abjuración grave (vehementi) era utilizada para delitos más complejos y de un nivel de peligrosidad mayor para la sociedad o cuando el reo era reincidente. Una persona acusada en dos ocasiones por el mismo delito podía ser declarado relapso y entregado al brazo secular (a las autoridades civiles) para ser ejecutado (Jiménez Monteserín, 1984, 184-217). Debemos indicar que no necesariamente se seguían los estatutos tal cómo se estipulaban ya que varios acusados fueron reincidentes teniendo la abjuración de vehementi en su primer juicio y esto no implicó su ejecución.

En el caso de Ana de Mena, el delito de hechicería era uno menos grave dado a que la Inquisición española lo catalogaba como una falta por creencias supersticiosas y no implicaba un peligro para el estado. Las brujas de Zugarramurdi en 1610 (Henningsen, 1983) y los procesos en Cartagena de Indias en contra de Paula de Eguiluz en 1624 y 1634 (Maya, 2003) son las mayores representaciones que se tienen para entender que los delitos relacionados con las prácticas supersticiosas, desde el punto de vista castellano, eran atendidos con menor severidad en comparación con otros delitos dentro de la misma institución y con los procedimientos ocurridos en contra de creencias supersticiosa en otras regiones y tribunales de Europa Occidental. La acusación a Paula de Eguiluz fue una muy peculiar ya que fue el proceso de brujería más sonado y estudiado de los acontecidos en Cartagena de Indias. En todo sentido, la Inquisición española demostró ser un mecanismo estatal dirigido a aplacar los peligros que la monarquía afrentaba en su vida como institución, siendo los judaizantes, los protestantes y los islámicos su mayor foco de atención.

La pena de vergüenza pública que recibió Ana de Mena fue aplicada de la siguiente forma: la rea fue llevada a la plaza pública; allí comenzaba un recorrido, montada en un burro, por distintas calles de la ciudad, donde se exponía, no solamente a su identificación como hechicera, sino que era vejada por el pueblo llano, el cual veía esta situación como un momento de desahogo ante todas las incidencias que pasaban.

Para cumplir con el destierro, Ana de Mena debía abandonar el territorio de la diócesis de Cartagena de Indias y no podía regresar al obispado de La Habana por un periodo de cinco años. El destierro siempre implicaba la zona donde estaba enclavado el tribunal que había procesado al reo y la región de donde provenía este. Los destierros rara vez se cumplían ya que, en muchas ocasiones, como fue este caso, se pueden encontrar que los acusados por un delito reincidían en la misma comarca donde fueron procesados inicialmente. Ana de Mena decidió permanecer en la zona de Cartagena de Indias ya que esta representaba una gama de posibilidades para su desarrollo como, dirían en nuestro tiempo, “empresaria” de las artes mágicas.

Segundo proceso inquisitorial

El 26 de marzo de 1633, cuatro años, nueve meses y un día luego de su presentación en auto de fe, Ana de Mena es traída a la iglesia mayor de Cartagena de Indias para la culminación de un segundo proceso. Aunque no se indica su edad, debía estar rondando los veinte y cinco años, por lo cual, ya era, jurídicamente hablando, mayor de edad (L. 1020, 314).

Este segundo caso fue realizado con la testificación de tres mujeres, una de ellas menor de veinte y cinco años, pero mayor de veinte y dos años. A Ana Mena se le acusaba de realizar sortilegios, suertes y conjuros, de hechicera y de invocadora del demonio. Sobre esto último se indica que en una noche llamó a tres demonios, uno de ellos identificado como el diablo Cojuelo, a quien le prometió consagrarle el primer bocado que comiese o el primer pecado que realizara. Entre los conjuros mencionados están el de San Erasmo, el del cedazo, el del “palmo y estrella” y el del “señor compadre”, este último para invocar a los demonios. Entre las suertes mencionadas estaba la de las habas y la del cedazo (en la documentación es repetida tanto para los conjuros como para las suertes). También utilizaba la oración de Santa Marta y, por último, se le acusaba de hechizar (ligar) personas (L. 1020, 314-314v).

Estando presa y conociendo que su causa iba a ser realizada por brujería, Ana de Mena, acepta haber cometido las faltas que se le imputaban, incluyendo la invocación a los demonios, aunque indicó que nunca tuvo un pacto con este, lo cual hubiese sido un agravante en su contra (L. 1020, 314v, 367v). Para los inquisidores, el determinar si la persona realizó algún pacto con el demonio era uno de los indicadores de que el acusado era practicante de brujería.

La brujería, al ser considerada por las autoridades como un crimen de mayor gravedad a la hechicería, podía acarear penas funestas, aparte de que el reo terminaba siendo estigmatizado. Muchos de los acusados por supersticiones procuraban evitar el que fueran procesados por este delito. En nuestra tradición hispana, las diferencias entre ambas categorías son palpables, mientras que en otras culturas ambos términos son sinónimo. Por ejemplo, para el mundo anglosajón, especialmente dentro de la antropología moderna, los términos witchcraft y sorcery son similares (Russell, 2017; Gregor, 1972; y Robbins, 1971). Desde los tiempos a los que hacemos referencia, la brujería y la hechicería presentaban características distintas.

Por un lado, la brujería era considerada un delito mayor ya que implicaba adoración al demonio. Su práctica colectiva provoca juntas y sectas. Su culto es contrario al cristiano y por ello se podrían realizar prácticas que son consideradas prohibidas, tales como: el asesinato, la antropomorfia, las orgías sexuales (entre otras actividades consideradas por el cristianismo como contra naturales), la destrucción de bienes colectivos y cosechas, la desaparición de ganado y el sacrificio humano. En general, se consideraba que la brujería buscaba perpetuar el mal y adorar al demonio de la misma forma que los cristianos adoran a Dios (Crespo, 2013 y 2014; Lisón, 1992; Cordete, 1990; y Blázquez, 1985).

Por otro lado, la hechicería era la práctica de ritos mágicos por individuos que trabajaban enmarcados en las creencias que seguía la población en general, que en este caso era la cristiana. La hechicería se diversificaba en varias ramas como el curanderismo, la adivinación y el sortilegio, entre otros (Lisón, 1992; Cordete, 1990; y Blázquez, 1985). Estas prácticas se desarrollaban en el espacio urbano e implicaban, en una gran cantidad de ocasiones, un beneficio económico para los que la trabajaban. Por lo general, no se desarrollaban cultos específicos ni se representaban como contrarios a la fe oficial. No obstante, el uso de la magia y las supersticiones eran un agravante que la inquisición no podía dejar pasar desapercibido dado a la implicación religiosa que representaban.      

La mención del diablo Cojuelo durante el segundo auto de fe de Ana de Mena estableció un atenuante que pudo llevar a los inquisidores a pensar en una condena mucho más severa, incluso, se pudo sentenciar a Ana a la hoguera. No obstante, el diablo Cojuelo merece una mención especial dentro de la demonología castellana. Este demonio no era un personaje del todo tenebroso, sino todo lo contrario, una burla a las creencias supersticiosas de la época (Delpech, 2004). El diablo Cojuelo, dentro del folclor castellano, más que un ser malévolo era uno ignorante, chistoso y travieso que cualquier hombre podía vencer. Esta visión está claramente establecida en la obra de Luis Vélez de Guevara (1641), titulada El diablo Cojuelo: Novela de la otra vida.

En el auto de fe, Ana de Mena fue presentada con hábito de media aspa. Su abjuración fue vehementi y su condena fue la de recibir 200 azotes, destierro por seis años y la confiscación de la tercera parte de sus bienes, aunque según el informe no tenía ninguno. De hecho, se indica que la joven estuvo alimentándose con los fondos del real fisco mientras estuvo encarcelada (L. 1020, 313-313v., 367v.).

Luego de este acontecimiento no se tiene conocimiento de otras acciones documentadas sobre Ana de Mena. Sin embargo, dado a la gran movilidad existente en ese periodo histórico no nos sorprendería que Ana de Mena haya terminado en algún otro poblado viviendo de lo que mejor podía hacer: hechizos y sortilegios para aquellos que no estaban complacidos con las contestaciones espirituales que brindaba la religiosidad oficial. Por tales razones, Medina (1899) nos habla constantemente sobre la queja de los inquisidores por no contar con el recurso humano, menos económico, para cubrir toda la jurisdicción del tribunal inquisitorial de Cartagena de Indias, la cual abarcaba el territorio de Nueva Granada, la provincia de Venezuela, el Caribe hispano y llegaba hasta el obispado de Nicaragua, en total, una extensión de casi mil quinientos kilómetros cuadrados.  

Otros casos en la historiografía puertorriqueña

En la historiografía puertorriqueña son pocos los casos documentados, pero antes que Ana de Mena hubo otras personas que se dedicaron a promover la magia para variados fines. Anterior a los procesos descritos en este artículo, se dio el caso del juicio de tres supuestas brujas africanas quemadas por el obispo de Puerto Rico, Nicolás Ramos, entre 1591 y 1592 y que fue presentado por Cayetano Coll y Toste (1916, III, 48-49). Esta acusación es muy llamativa en dos aspectos. Primero, las tres mujeres africanas posiblemente mantenían culto a sus deidades ancestrales, acción que fue mal interpretada como adoración al demonio y que provocó el que fueran enviada a la hoguera. Segundo, Nicolás Ramos se atribuyó funciones de inquisidor ordinario y de manera excesiva mandó a ejecutar a tres personas que bajo un juicio inquisitorial hubieran sido condenadas a una pena menor. A todas luces, Nicolás Ramos, quien al siguiente año fue nombrado obispo de la diócesis de Santo Domingo, no conocía el procedimiento inquisitorial ni los objetivos de este, desde el punto de vista de la corona. No obstante, es una muestra más de cómo el fanatismo religioso afectó la vida de seres humanos que simplemente pensaban y actuaban distinto. Posiblemente, Ana de Mena corrió mejor suerte, aunque nunca lo sabremos ya que su historia ha quedado en la oscuridad luego de su segundo juicio.

Conclusión

El uso y conocimiento de las artes mágicas siempre ha sido un elemento indispensable en la religiosidad del ser humano. El caso de Ana de Mena es solo una muestra de cómo ciertas costumbres en el siglo XVII eras vistas como extrañas y distintas, aunque una gran parte de la población las utilizaba y buscaba beneficiarse de ellas. Ana de Mena, como muchas otras mujeres de su época, optaron por desarrollar una serie de prácticas que la oficialidad no aceptaba y que eran vistas como contrarias al orden establecido, para susbsistir. El caso de las tres africanas quemadas por el obispo Ramos, aunque distinto al de Ana de Mena, nos presenta el aspecto del fanatismo religioso que algunos líderes utilizaron para adelantar sus agendas y que llevaron a que muchas vidas se perdieran.

Ambos acontecimientos se diferencian en la forma en que se manifestaron las supuestas artes mágicas. Por un lado, las tres africanas ejecutadas sufrieron esta pena por el hecho de seguir unas creencias ancestrales traídas desde sus tierras nativas. Estas creencias eran consideradas en el mundo cristiano de la época como diabólicas y malignas, aunque para sus practicantes representaban todo lo contrario. Por otro lado, en el caso de Ana de Mena, nacida dentro de una misma sociedad, y adaptada a las creencias dominantes, utilizó el conocimiento mágico (el cual se transmite de una generación a otra), y el poco arraigo en la población de una religiosidad oficial, para sacar provecho a un conocimiento que no todos dominaban, pero que la mayoría de la población seguía, dado a su inclinación hacia las supersticiones. Ana de Mena desarrolló su mundo mágico utilizando las mismas creencias cristianas, las cuales eran el resultado de prácticas sincréticas y antiguas, para poder crear un modo de vida sustentable en una sociedad donde lo mágico tenía un sitial.

Referencias

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[1] Al momento no tenemos documentación que nos indique si nació libre o si obtuvo esta condición en algún momento anterior al segundo juicio. En muchas ocasiones en las relaciones de fe la información tiende a ser omitida, ya que estas son un resumen de los procesos inquisitoriales, aunque se encuentran casos que por su relevancia y amplitud son detallados de manera minuciosa.

Ficha bibliográfica del artículo: Pablo L. Crespo Vargas, “Ana de Mena: una bruja caribeña en el siglo XVII”, Revista del Instituto de Cultura Puertorriqueña, 3ª serie, núm. 14, diciembre 2020, pp. 8-17.


Linda maestra, Capricho #68
Colección de Francisco Goya
c. 1799


4 comentarios:

  1. Muy interesante y bien documentado. S. Robiou

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  2. Interesantísimo Pablo. Gracias por esta investigación.

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  3. Ana de Mena es una heroína que quedó en el olvido. Gracias al autor por traernos este personaje que ejempliza a la mujer luchadora y emprendedora puertorriqueña.

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  4. Ana de Mena fue una empresaria de escasos recursos que hizo lo mejor que pudo para sobrevivir. Gracias por contarnos su historia. Lizette Martínez

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