El manual de los inquisidores de Nicolau Eymeric
Pablo L. Crespo Vargas
Uno de los temas que trabajo en mi libro La
Inquisición española y las supersticiones en el Caribe hispano es la
literatura procesal inquisitorial. Aunque son varios los libros que sirvieron
para que los directivos de la inquisición conformaran sus cuerpos judiciales,
no todos fueron utilizados por el Santo Oficio español. Aprovecho para
establecer que el Santo Oficio e Inquisición para efectos de este ensayo son
una misma organización. También es importante recalcar que hubo varias
inquisiciones y que no todas estaba conectadas; mucho menos cuando los
objetivos reales de cada institución eran establecidos por las monarquías que
las auspiciaban.
En el caso de la Inquisición española, fundada en 1478, el manual utilizado fue el escrito por el inquisidor de Aragón, Nicolau Eymeric, quien se encargó de mantener y velar por la pureza de fe en su reino durante los periodos de 1357-1376 y 1387-1388. De manera general, Nicolas Eymeric (1320-1399) fue un clérigo dominico, que se graduó de doctor en teología en la universidad de París en 1352. De allí pasa a Gerona, región de Cataluña, donde dio cátedra de teología y es nombrado inquisidor de Aragón en 1357. Eymeric se caracterizó por tener una serie de encontronazos con los monarcas aragoneses: Pedro IV (1336-1387) y Juan I (1387-1396), de ello se podría hablar más adelante. En el segundo periodo es que Eymeric termina de redactar su manual. Desde un inicio, este manual fue utilizado, pero no es hasta 1503, que en Barcelona se publica por primera vez. Luego, en 1558 es reimpreso en Roma y recibe la aprobación del papa Gregorio XIII.
Portada de versión italiana del manual de 1607. Biblioteca Europea de Información y Cultura, Venecia. |
Pasemos a
los capítulos del Manual. El primer capítulo de la obra da las pautas
generales de lo que fue la Inquisición medieval. Los procedimientos allí
descritos fueron utilizados por la institución de manera regional, ya que se
adaptaban según las circunstancias propias del reino o principado donde se
utilizaban. El segundo capítulo es referente a los testigos. Curiosamente, este
capítulo comienza indicando que los testimonios de los infieles son aceptados
siempre que sean en contra del reo. Cuando son a favor del supuesto hereje son considerados
inválidos, ya que se presumía que eran declaraciones en contra de la buena
voluntad de la Iglesia. También se habla de la importancia de los testigos
provenientes del ambiente doméstico del acusado porque se creía que la mayoría
de las herejías se realizaban en la privacidad de los hogares.
Eymeric
pide rigurosidad en la forma en que se trabajan las declaraciones de los
testigos. Él indica que este es el medio de conseguir la verdad de lo ocurrido.
Por ello, presenta una serie de preguntas generales que buscan comprobar la
veracidad de la declaración. Se habla de los mecanismos de protección que
tenían los testigos y de los supuestos testigos falsos. En el primer caso, se
mantenía en secreto la identidad del testigo, a menos que este fuera una figura
pública. En el caso de los testigos falso, se indica que estos debían sufrir
cárcel. Nota curiosa, los testigos pueden ser puestos a tormento cuando existe
alguna duda de su declaración. En este segundo capítulo se promueve el tratar
con cuidado las declaraciones para evitar y descubrir posibles falsos
testimonios. También se puede apreciar como el testimonio de solamente dos
individuos era base para el inicio de una pesquisa inquisitorial. Se debe
mencionar que uno de los mecanismos de la Inquisición española era realizar
varias audiencias o sesiones de interrogatorio donde se repetían las mismas
preguntas como forma de verificar las declaraciones.
El tercer
capítulo trata sobre el interrogatorio del procesado. Eymeric presenta una
lista de preguntas guías y generales para poder establecer las causas
necesarias para un proceso rápido. También, indica y advierte sobre las
artimañas de los reos para contestar las preguntas. Entre ellas, se menciona el
uso de tergiversaciones, la propia apología, el fingir no sentirse bien o algún
estado de locura y el tratar de presentarse ignorante, entre otras. En
respuesta a las posibles tretas que los acusados puedan presentar, Eymeric
establece una serie de tácticas que el inquisidor debe realizar para no caer en
la trampa del acusado: presentación de preguntas repetitivas para comprobar lo
ya contestado, el uso de un carácter suave por parte del inquisidor para que el
reo sienta la confianza de confesar sus pecados, el uso de amistades o
familiares del procesado para que lo convenzan de admitir su culpa, el hacer
creer al acusado que se tienen las pruebas necesarias para condenarlo, el
indicar que de no terminar el proceso para cierta fecha el inquisidor tendría
que dejar el caso para fecha posterior y esto mantendría al reo encarcelado por
un mayor tiempo, por último, el uso del tormento.
Termina
el capítulo indicando que las declaraciones no deben ser interrumpidas, que en
la búsqueda de la verdad se debe tener cautela, a la vez, que la conducta del
inquisidor debe variar según el acusado y su herejía. Este tercer capítulo
demuestra principios básicos de los procesos de interrogación que aún hoy son
utilizados.
El cuarto
capítulo trata de la defensa del procesado. Inicia mencionando que la confesión
de un individuo era suficiente para su condena, asumiendo que los delitos de
herejía eran realizados en el alma de la persona. Con la confesión no era
necesario un abogado defensor. Entre las características del abogado se indica
que debe «ser un varón justo, docto y celador de la fe». Sobre la recusación de
los testigos o del juez, esta era solo válida si se comprobaba la existencia de
enemistad y que esta llevara a que alguna de las partes atentara contra la vida
del otro. Las apelaciones tendían a ser cuesta arriba. La razón, las diversas
leyes creadas para las apelaciones, especialmente imperiales –las cuales no
aplicaron a la Inquisición creada por Fernando e Isabel-, tendían a prohibir
cualquier tipo de apelación para crímenes relacionados con la fe.
El
capítulo quinto es referente a la tortura. Contrario a lo pensado, la tortura
estaba reglamentada, aunque esto no garantizaba que se abusara de ella.
Primeramente, nadie podía ser torturado sin que se agotaran los recursos
necesarios para que el individuo confesara su herejía. Al notificarle al reo
que sería llevado al tormento, se pensaba que esto serviría como primer
persuasivo a confesar. Si esto no era suficiente se pasaba a la tortura en sí.
Eymeric nos habla de sesiones que podían repetirse en tres días distintos. No
más de ello. El autor condena el uso de la tortura para desmembrar o matar al
afectado. Si el reo sobrepasaba los días de tortura debía ser puesto en
libertad porque demostraba la falta de prueba sobre su culpabilidad.
El
capítulo sexto nos habla de los reos rebeldes y de los que se fugan. El punto
más importante de este apartado es que el reo fugitivo es considerado un «forajido
rebelde», y que puede ser apresado o muerto por cualquiera, sin que el asesino
incurra en pena o pecado. El séptimo capítulo nos habla de la absolución y que
esta no es definitiva, dado que la causa fue un hecho de fe y puede repetirse.
Sobre los castigos, de lo cual se ocupa el capítulo octavo, nos indica que
estos pueden ser la purgación canónica, la abjuración en caso de sospecha de
herejía, y las penitencias consiguientes, las condenaciones pecuniarias, que
son las multas y confiscación de bienes, la privación de oficios y cargos, la
cárcel y la relajación —ejecución— del delincuente al brazo seglar.
En los
últimos capítulos se explica las abjuraciones —grado de las felonías—, las
cuales se dividen en dos: de levi (leve) y de vehementi
(vehemente). La abjuración leve es la que declara al procesado con sospecha
leve de la herejía cometida. Por lo general se le aplicaba alguna pena que
afectara sus bienes económicos. En la abjuración vehemente, la sospecha de
herejía es mayor, por lo cual, el procesado debe jurar no cometer el mismo
delito so pena de ser ejecutado por las autoridades civiles. En el caso de un
reo acusado por primera vez, cuya herejía no era considerada mayor, se aplicaba
la abjuración leve. Si el acusado era procesado por segunda vez por el mismo
delito tendía a otorgárseles la abjuración vehemente.
Por
último, debemos indicar que la Inquisición española, al igual que otras
instituciones, pasó por un proceso evolutivo y sus reglamentos se modificaban,
atemperándose a las circunstancias, según fuera necesario. A esto, añadimos
que, básicamente, su desarrollo histórico lo podemos situar en tres periodos
principales: inicio y consolidación (1478-1540), el tribunal como extensión del
imperio (1540-1700) y caída (1700-1834).
Nota editorial: Una versión de este artículo fue publicado en El Post Antillano el 11 de mayo de 2024.