lunes, 5 de agosto de 2013

La primera testigo en la causa contra Jusefa Ruiz

Pablo L. Crespo Vargas

Una narrativa[1] sobre la primera testigo en la causa contra Jusefa Ruiz[2]
La testigo estaba aterrorizada. Sollozaba sin parar, no por lo que contaría, le tenía sin cuidado cualquier acción que Jusefa Ruiz tomara contra ella. Su preocupación mayor era el funcionario inquisitorial. No importaba que tuviera una figura fornida, ni la altura de un nefilim[3], tampoco que fuera el más ávido funcionario del rey. Era solamente lo que representaba. Un poder desconocido que venía directo del sagrado Cielo, que impartía justicia divina, que aterrorizaba a los pecadores y aseguraba que estos no tuvieran que esperar el fuego eterno en el infierno ya que en la tierra la hoguera realizaba esta función.[4]

La hoguera, en realidad, era mucho más que eso. Ella lo sabía, no porque la hubiera visto en acción, tampoco por el temor que se difundía sobre este instrumento divino del cual se hablaba en todas las esquinas donde los pecadores se reunían, sino que su temor ya estaba impregnado en su sangre.[5] Había pasado de generación en generación, todos le temían, más cuando unas palabras mal interpretadas podían llevar al testigo a convertirse en acusado. Situación que en ocasiones ocurría.[6]

También le llegaba a la mente la figura de un tal Torquemada[7], cuyo nombre evocaba el sufrimiento de miles, la agonía de otros tantos. Este era un personaje que ella nunca había conocido, era un ser de supuestos poderes recibidos por el mismísimo Dios. Para la testigo, Torquemada, había sido el inventor de la hoguera, de la cual muchos consideraban una forma celestial de purificar el cuerpo, de limpiar los pecados del no creyente. Pero la hoguera, según los pecadores, era mucho más. Era la herramienta que llevaba a los infractores de la fe a pensar en lo que podría ser su último sufrimiento en la Tierra. Era un instrumento de pesadumbre para el impenitente que no pudiera arrepentirse de su falta de fe. Para otros, era la puerta al infierno, donde la gracia y benevolencia de Dios no llegaba por más que se esperara.

La testigo, aunque sabía que no había cometido mal alguno,  y que no tenía que pensar en penas corporales tales como los azotes, y menos, pensar en la hoguera como el lugar donde dejaría sus últimos suspiros, sufría un inmenso dolor al comprender que dentro de los poderes inquisitoriales que el comisario podía utilizar estaba enviarla a la cámara de torturas. El no ser la acusada no le eximía de ella. Allí sentiría en carne propia lo que su madre le relataba de niña, que a su vez fue contado por su abuela y que era enseñado a los más chicos de cada generación para prevenirlos de caer en malos pasos.

Sin embargo, también se rumoraba que en la ciudad de Santo Domingo no existía tal cámara de torturas y que ese era otra artimaña de las autoridades para mantener a raya a los pecadores. En lo que no había duda era que el poder secular mantenía alguno que otro individuo especializado en sacar confesiones, en hacer sufrir a sus víctimas y hasta motivar que un mudo hablara si fuera necesario. Sin embargo, ambos poderes, aunque unidos en la voluntad del Monarca, en el diario vivir eran como el agua y el aceite.

La testigo, en todo caso, no deseaba comprobar la existencia de este lugar de horribles sufrimiento. El miedo a soportar tortura, desnuda frente a un grupo de hombres que la observaran mientras se retortijara de dolor no le era agradable. El pensar que sería amarrada boca arriba con una mancuerda sobre sus muñecas, tobillos o hasta de un muslo en una mesa que era conocida como el potro la llevaba a desear nunca haber llegado allí. El diseño del potro, era de por sí repulsivo, ya que era una mesa levemente plegada en el medio, creando un ángulo de incomodidad. No obstante, esto no era todo, en la parte más elevada de la mesa, donde el torturado tendría su cintura se encontraba un travesaño de madera que aumentaba aún más la agonía del penitente. Lo peor comenzaba al momento que la mancuerda era estirada mediante el giro de una rueda que el verdugo utilizaba para llevar a estrangular las articulaciones del torturado. Todo esto representaba mucho dolor y la testigo no estaba dispuesta a soportarlo.

La sala de testificación era oscura. La única luz que penetraba a ella era la de una pequeña ventana que la testigo tenía a sus espaldas y que alumbraba directamente sobre la esquina donde el escribano realizaba sus anotaciones. El comisario, un presbítero que había comprado el puesto, sólo le pidió que dijera lo que tenía que decir sobre la acusada. El escribano, un sacerdote secular, no la observaba, limitándose a escribir los argumentos de la testigo. El testigo que firmaría la testificación, un fraile agustino, observaba a la negra de manera amenazante para hacerla recordar que debía decir la verdad en todo momento.

La testigo, para no sentirse intimidada, cerró sus ojos y comenzó diciendo que la negra liberta Jusefa Ruiz había ido junto a una pareja de negros al lugar donde el día anterior se había enterrado una criatura que había nacido muerta. Entre los tres desenterraron el cadáver mientras que el negro hacía balidos de cabra y las dos negras cacarearon como gallinas. La testigo no se atrevió a salir por la actuación del trío. Al ellos finalizar salieron volando. Las siguientes noches, el grupo de brujos regresó. Esta vez a molestar a la testigo. La asustaban al realizar vuelos nocturnos donde sobrevolaban su bohío, lo que provocaba que la testigo cerrara sus ventanas. En varias ocasiones el trío de brujos lograron penetrar su casa, caminaban por las paredes y el techo, atacaban inmisericordemente a la testigo. También se escondían debajo de la cama y desde allí cantaban como gallinas y hasta se transfiguraban en ratones dejando solo sus rostros.

En una ocasión, Jusefa Ruiz, en forma de ratón le arrebató un pedazo de casabe a la testigo. Esta se armó de valor y corrió tras la intrusa, quién subió a la cama de la testigo pero no pudo escapar llevándose el casabe. Al tener tan cerca a ese ser pudo comprobar que Jusefa Ruiz era una del grupo de brujas y brujos que aterrorizaba la región.

El escribano en ningún momento le dio una mirada a la negra que testificaba. El testigo de la declaración se mantuvo muy serio e impaciente. El comisario, orgulloso de poder cuadrar su primer caso inquisitorial sonreía. Era una sonrisa maliciosa, con deseo de ver a alguien achicharrarse en la hoguera, pero a la vez con el beneplácito de haber completado su misión y con el único deseo reprimido de no poder mandar a nadie a ser torturado fuera esta Jusefa Ruiz o su testigo.





[1] Narrativa histórica redactada en formato de microhistoria utilizando elementos de la literatura tradicional para presentarla de manera más atractiva. La versión aquí presentada fue revisada para que cumpla con los enfoques metodológicos de un estudio histórico. Se ha presentado de manera íntegra a su versión original y se le ha añadido una serie de notas al calce explicando los diversos puntos presentados. El proceso inquisitorial de Jusefa Ruíz fue uno de los casos reseñados en mi obra La Inquisición española y las supersticiones en el Caribe hispano a principios del siglo XVII: Un recuento de creencias según las Relaciones de fe del Tribunal de Cartagena de Indias, págs. 177, 183, 236, 239 y 244. La narrativa sobre la testigo fue presentada originalmente como parte de la antología de narraciones de El sur visita al sur 2012; y en el blog de narrativa histórica funespa2010.blogspot.com.
[2] Jusefa Ruíz fue presentada como hechicera, adjurando levemente por sus pecados relacionados a esta práctica, en el auto público de fe celebrado en 13 de marzo de 1622, en la ciudad de Cartagena de Indias, Nueva Granada. La acusada era natural de la ciudad de Santo Domingo, La Española y fue referida por el comisario inquisitorial de esta ciudad al Tribunal inquisitorial por los delitos de brujería y hechicería. El referido fue sometido junto a doce testificaciones. El documento original puede ser encontrado en el Archivo Histórico de Madrid, Sección de la Inquisición, Libro 1020, ff. 227-230v.
[3] Las criaturas surgidas de la unión de los hijos de Dios (los ángeles caídos) y las humanas. Los nefilim eran gigantes y según el “Génesis” fuero los grandes héroes de la antigüedad.
[4] El uso del miedo como herramienta para mantener control sobre la población es analizado por Bennassar, Bartolomé: Inquisición española: Poder político y control social, págs. 92-125. Otro autor que analiza el uso del miedo por parte de la inquisición es Kamen, Henry: La Inquisición española, pág. 249 ss. Debemos ver, que la imagen aterrorizadora de esta institución creaba cierto inquietud, suspicacia y temor entre la población general. El miedo, en combinación con el uso del secreto llevaron a la población general a crear mitos sobre la ferocidad de los inquisidores y sus asesores.
[5] De manera oficial, la Inquisición española no estaba facultada al uso de la hoguera, este era una labor de las autoridades seculares donde estaban ubicados los distintos tribunales. Para la ejecución de un reo, el inquisidor declaraba en la sentencia que el acusado sería entregado al brazo secular para que este cumpliera con la relajación. De manera general, los tribunales inquisitoriales tendían a ser menos severos que los tribunales civiles. Por ejemplo, en el 1622, un grupo de ingleses, de religión anglicana, fueron apresados en las costas de Tierra Firme, fueron acusados por piratería en el fuero secular, su castigo, la horca. No obstante, el ser piratas no les convertía en idiotas; por lo cual, piden ser confesados y aprovechan para pedir que la Inquisición interviniera con ellos. El resultado final de esta intervención fue que salvaron sus vidas, ya que decidieron reconciliarse con “la verdadera fe”. Otro punto que debemos conocer es que el uso de la hoguera por parte de la Inquisición en el Caribe sólo podía ser realizado en la ciudad de Cartagena de Indias, ya que allí estaba ubicado el tribunal inquisitorial. Ningún funcionario fuera de los inquisidores podía otorgar esta sentencia.
[6] Fueron muchos los ejemplos de casos comenzados contra una persona donde se delataban a otros implicados.
[7] Tomás de Torquemada (1420-1488) fue primer inquisidor de Castilla. El periodo de su incumbencia es considerado el más sangriento en toda la historia de la Inquisición española.

2 comentarios:

  1. Me quedé con ganas de leer más. Qué injusticia...

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. Gracias Diane, definitivamente no era fácil para los acusados o los testigos de la Inquiisción.

      Borrar