Nada más que una:
apuntes para pensar los análisis de fronteras en
la actualidad
(Buenos Aires, diciembre de 2015)
Gabriela Quijano Seda
Antropóloga
ÚLTIMA HORA: Detonaciones de balas y explosiones
en el centro de París. Se reportan muertos y heridos. Abren fuego en los
predios de un restaurante y en una sala de conciertos en la capital francesa.
Se desaloja el estadio de Francia. ACTUALIZACIÓN: El Estado Islámico (IS)
reconoció la autoría de los atentados. @RepJeffDuncan:
How’s that Syrian refugee resettlement look now? How about that mass migration
into Europe? Terrorism is alive and well in the world. @RFCdan: To people
blaming refugees for attacks in Paris tonight: do you not realize these are the
people the refugees are trying to run away from? AR-DeJesús compartió
la siguiente publicación en su muro: Lamentable lo que acaba de pasar en
Francia. Por todas partes, gente conmovida. Pero si eres de los que tienen mucho
para decir en contra de los atentados en París y no tienes idea de lo que pasó
ayer en Beirut, te sugeriría que revises los motivos de tu indignación. EL
PAÍS, Internacional: Dos atentados suicidas han causado más de 40 muertos y más
de 230 heridos en la periferia de Beirut. El Estado Islámico (ISIS, en sus siglas inglesas) ha asumido la autoría del atentado. DEMOCRACY NOW, Independent Global News: Black Student Revolt Against Racism Ousts Two Top Officials at University of Missouri. @JMfreespeech: Now maybe
the whining adolescents at our universities can concentrate on something other
than their need for ‘safe’ spaces. MY BLOG, Èric Lluent: La manipulación
colectiva por parte de los grandes medios de comunicación es evidente. El
silencio que impera o la frialdad a la hora de exponer cifras de muertos cuando
se trata de un atentado que ha tenido lugar en el Mundo Árabe contrasta con el
dramatismo de la exposición cuando se trata de un atentado en territorio
europeo o norteamericano. Utilizar el filtro de Facebook de la bandera de
Francia para solidarizarse con las víctimas de los atentados en París es apoyar
una visión del mundo en la que solo preocupan las muertes de ciudadanos
occidentales.
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Mapa Mundi de Abraham Ortelius, 1570, en Librería del Congreso, Washington D.C. |
Fronteras:
comentarios preliminares
Yo recibía estas y muchas otras noticias,
publicaciones y comentarios la noche del viernes, 13 de noviembre de 2015 cuando
me actualizaba sobre los aconteceres de mis amigas y amigos internacionalistas repartidos entre Puerto Rico, New
York, California, Texas, Brasil, Ecuador, Costa Rica, Colombia, México, Italia,
Francia, España, Uruguay, Venezuela, Chile, Alemania, Argentina y seguro se me
queda alguien en alguna otra parte del mundo. En mi newsfeed, una nota actualizada de lo sucedía en París me llegaba
cada cinco minutos aproximadamente. Seis atentados terroristas en seis
localidades distintas de la capital francesa fueron perpetrados por el Estado
Islámico. 130 personas asesinadas y más de 200 heridas. Las noticias se regaban
como pólvora.
Alternándose a las notas de prensa que recibía en
la red, mis amigas y amigos compartían sus expresiones de solidaridad con las
víctimas de los atentados y sus familias. Muchas y muchos de ellos criticaban, simultáneamente
y con dureza, lo que les parecía una profunda hipocresía de parte de los medios
de comunicación masiva y de muchas otras personas que la noche anterior nada habían
dicho —por desconocimiento o por indiferencia— sobre los atentados terroristas
en Beirut, ciudad capital de la República Libanesa o del Líbano (distinto de la
República Árabe Libia), en el que murieron 43 personas en dos atentados
suicidas, también organizados por el Estado Islámico.
Algunos de estos mismos amigos reinstalaban los
debates que en esos días habían surgido en los Estados Unidos a partir de las
más recientes movilizaciones estudiantiles. En la Universidad de Missouri, por
ejemplo, varios estudiantes negros se manifestaban frente a las autoridades
universitarias para que atendieran con rigurosidad los incidentes de racismo
que venían ocasionándose dentro del campus, pero que habían sido ignorados por
la propia administración de la Universidad; ignorancia que atentaba contra la
seguridad de toda la comunidad académica, especialmente contra la seguridad de los estudiantes negros. La reflexión
que querían provocar difundiendo, en su mayoría, tweets con contenidos críticos y acríticos de la situación que
denunciaban los estudiantes en Estados Unidos tenía que ver con considerar “expresiones
del terrorismo” los atentados en Francia, así como esta legitimación funcional del racismo en las
universidades norteamericanas.
Nunca antes vi tantos contextos fronterizos
volcados sobre un mismo detonante. O quizás sí. Diría, para ser más precisa, que
lo distinto de este caso tenía que ver con la transparencia de lo que el mundo ponía
en evidencia alrededor de los atentados terroristas en Francia: quién es y qué
pensamos sobre nuestro respectivo otro.
Como sabemos, este otro ha sido el objeto/sujeto de estudio de la antropología desde
sus tiempos fundacionales. El surgimiento de la antropología en tanto
disciplina es, como repetimos siempre, la consecuencia de los procesos de
colonización y conquista que iniciaron los países de Occidente en el siglo 15. Con
las nuevas-pero-primitivas culturas africanas, asiáticas y americanas que se
ponían en contacto con las viejas-pero-civilizadas culturas europeas, se tornaba
imprescindible adecuar las herramientas y disposiciones prácticas y simbólicas
que facilitarían la generación de estos intercambios. Para Occidente, estos
intercambios representaban mayores fuentes de acumulación de riqueza. Por lo
tanto, para propiciar estos contactos, en Occidente se reinventó (se
“reinventó” porque hubo muchos otros
antes de esta colonización) una-pero-no-única de las más poderosas dicotomías
sociales y analíticas del mundo actual: la dicotomía nosotros/otros. No es mi
objetivo ahora dar cuenta de los orígenes de la antropología —para lo que
tendría que ampliar muchísimo este breve recuento. Más bien, me interesa situar
históricamente el surgimiento del otro
como categoría, de manera que podamos consignar, en función de estos apuntes
para pensar los análisis de fronteras, un sentido más o menos común acerca de
la otredad.
Otredad y fronteras, coincidiríamos muchas
antropólogas y antropólogos, son categorías indisolubles. Para limitar las vaguedades,
acordemos que esta categoría de la otredad
o del otro es el resultado de una
construcción de la teoría antropológica para clasificar aquello que
consideramos “distinto” a nosotros o “diferente” de lo nuestro. Hago notar que “ese
‘otro cultural’ que se constituyó como objeto de estudio antropológico no
respondió a un ‘hecho empírico real’, [sino que] fue (y por supuesto lo sigue
siendo) un objeto construido de manera científica” (Boivin, et al, 2011, p. 6).
Definir la categoría fronteras es, desde mi perspectiva, un poco más complicado. Y es
que “el concepto de frontera es tan variable como inasible” (Nacuzzi y
Lucaioli, 2014, p. 27). Hablamos de fronteras en tanto límites políticos; de
fronteras como discontinuidades entre grupos humanos y hasta de fronteras
disciplinares en la producción de conocimiento (Bartolomé, 2006, p. 275). Esto
sin mencionar que lo que nos podría parecer el punto en común de todas estas fronteras
—un lugar de límites, quiebres y discontinuidades—, para muchos no es un lugar
ni tan final ni tan polar ni tan discontinuo. Por el contrario, las fronteras cada
vez más nos parecen espacios de interacción, de flujos y de movimientos (ver en
Bartolomé, 2006; Nacuzzi y Lucaioli, 2014). Habría que hacer la importante acotación
histórica de que en los años noventa, este sentido de las fronteras vistas como
espacios de interacción, flujos y movimientos se ultrarelativizó al punto de
que pareció que las fronteras en general habían desaparecido. La causa
principal de esta desaparición se le atribuyó a los tiempos de la globalización
y de la posmodernidad.
En aquellos años (y todavía) se escuchaba decir en
muchos rincones del mundo que con la globalización desaparecieron (o estaban
por desaparecer) las fronteras estatales y políticas porque había llegado el
momento de “una nueva fase de regulación de la expansión del capital
hegemonizado por el capital financiero y en segunda instancia por capitales
comerciales y empresas transnacionales” (Trinchero, 2007, p. 154). El capitalismo
financiero, para decirlo muy sencillamente, implica una lógica de generación de
ganancia a través de la inversión de capital en más capital. O sea, que se invierte
dinero en mercados reales o financieros, pero tomando en consideración la tasa
de interés que se obtendría a partir de la inversión inicial de capital durante
un determinado tiempo. Esto se contrapone al capitalismo tradicional que, para
generar riqueza, invierte en capital productivo (materias primas y trabajo
humano) con lo cual produce bienes para consumo inmediato. En el caso del
capitalismo financiero, la ganancia se obtiene de la tasa de interés, sobre la que
habría que añadir que tiene un carácter especulativo. Para efectos del
argumento que aquí me propongo desarrollar, lo que debemos saber es que esta
lógica de generación de ganancia del capital financiero y la proliferación de las
empresas transnacionales implicó una profunda liberalización/desregulación del
comercio a nivel internacional, lo que permitió expandir las posibilidades de inversión,
en el primer caso, y abaratar los costos de producción, en el segundo. Es este
proceso de liberalización/desregulación del comercio internacional el que sirvió
como argumento de la desaparición de las fronteras.
Otras de las cuestiones que se escuchaba decir en
aquellos años era que la posmodernidad (la consecuencia más importante de este
proceso de globalización económica) había derrumbado todas las fronteras
cognitivas, étnicas y sociales existentes. La década de los noventa es el
tiempo del “fin de la historia”, del “fin de los nacionalismos” y del “fin de
la clase trabajadora”. La liberalización del mercado internacional, como
adelanté, parecía que había acabado con los Estados-nacionales en el sentido de
que había una fuerza económica y política superior que los sustituía y que
ahora integraba todas las culturas y los territorios del mundo. Recordemos que
la consolidación de los Estados-naciones fue una de las implicaciones más
importantes de la Modernidad y que se fundaron bajo la gran ficción de la unidad
territorial y cultural. Con la globalización —decían— justo estos dos elementos
habían desaparecido. Asimismo, la legitimación del capitalismo financiero como
modelo económico “implicaba” la extinción de la clase trabajadora, puesto que
ya había desaparecido (o estaba por desaparecer) el trabajo como fuente de
acumulación de riqueza. Y, bueno, el fin de la historia, que fue la más
importante conclusión de los intelectuales luego de la caída del muro de Berlín
en el año 1989. Decían que la historia había terminado porque la caída del muro
(el muro que dividía la Alemania socialista
de la Alemania capitalista)
representaba la última “síntesis” de la historia de la humanidad. Con la
desaparición del muro, muchos pensaron que el capitalismo se consagraba como la
última etapa del desarrollo histórico del mundo social, un señalamiento
formulado con bastante ironía, sobre todo para cuestionar la validez del
materialismo histórico como teoría social y herramienta de análisis.
No obstante, todos estos argumentos —que sumaron
directa o indirectamente a la idea del “fin de las fronteras”—, cada vez más
comenzaron a translucir muchísimas deficiencias e ignorancias. Siempre recuerdo
algo que escribió Ellen Meiskins Wood (2000) sobre esta consagración del
capitalismo en y para la historia:
Hay algo extraño en el supuesto de que la caída
del comunismo representa una crisis terminal para el marxismo. Podría pensarse,
entre otras cosas, que en un período de triunfalismo capitalista hay más margen
que nunca para la consecución del proyecto principal del marxismo, la crítica
del capitalismo (p. 5).
No podría, por razones de espacio, detenerme a
reflexionar sobre las categorías comunismo, marxismo y capitalismo que retoma
Woods en este señalamiento. Me limitaré a plantear que esta triple tensión deja
abierta otra manera de reflexionar acerca de la veracidad o no del fin de las
fronteras. Y es que Woods llena de contenidos políticos y de realidades vividas
una discusión que hasta ahora he desarrollado en términos teóricos y
macroestructurales. Solo para que no quede desvinculada del planteamiento diré,
como insistiera Georges Politzer (1961), que es un grave error pensar el
materialismo histórico (como teoría de la historia) y el marxismo (como teoría
de la práctica) de maneras discontinuas: marxismo y materialismo son la causa y
la consecuencia de un mismo proyecto intelectual y político.
Ahora bien, me parece que durante estos
comentarios preliminares me quedaron unas cuantas preguntas implicadas. Por un
lado, ¿es cierto que este mundo globalizado y posmoderno desapareció la
posibilidad de hablar de fronteras? Ante
cualquier respuesta, ¿qué debemos entender cuando decimos fronteras? Y, por último, ¿qué relación existe entre las categorías
fronteras y otredad? Quisiera atender estas cuestiones a la luz de los debates
que se fueron suscitando alrededor de los atentados terroristas en Francia el
pasado 13 de noviembre.
Fronteras: más
allá de Francia
Un profesor amigo mío me contó una vez que, luego
de hacerse una cuenta en Facebook, quedó para siempre fascinado con sus nuevas
amistades virtuales. Desde su perspectiva, Facebook se tornaba en una gran base
de datos. Me contaba que con sus nuevos amigos (muchos de ellos estudiantes),
la diversidad ideológica en su cuenta había aumentado considerablemente. Recuerdo
haberle comentado que mi caso era distinto: en mi cuenta casi todo el mundo opinaba
lo mismo sobre las cosas que estaban pasando en el país y en el mundo. Aunque tenía
un poco (ahora más) de interculturalidad, mis amigos y amigas en Facebook eran,
en su gran mayoría, mis amigos y amigas en la realidad y, por lo tanto, nos
encontrábamos en nuestras maneras de ver y analizar los problemas y las
realidades que nos atravesaban.
Después de esta conversación alguna vez me entretuve
haciendo un análisis un tanto socio-demográfico de mis amigos en Facebook. De
este “análisis” más tarde concluí que es con las amigas y amigos más antiguos con
quienes más surgen diferencias ideológicas, pero también es con quienes más mantengo
relación en este período de autoexilio. Exactamente lo inverso (más afinidad ideológica
pero más distancia práctica) se genera con mis amistades del medio. Hay
consideraciones interesantes para el caso de mis amigos y amigas del exilio, que
se conforman como el grupo de amistades más recientes. Y es que cuando pienso
en ellos, preferiría dejar de lado la categoría afinidad ideológica para
sustituirla por afinidades políticas versus afinidades de personalidad.
Digo esto solo para contextualizar el hecho de que
fueron las reacciones de mis amigos-del-medio las que más me produjeron una
profunda reflexividad acerca de las ficciones del mundo globalizado y
posmoderno en torno a la desaparición de las fronteras en la actualidad. La
gran mayoría de mis amigos (y, por lo tanto, hay excepciones) opinaba que el
tratamiento mediático y subjetivo de la tragedia parisina ponía en evidencia
una gran desigualdad acerca del valor de la vida humana. Muchas de estas
opiniones expresaron una profunda desestimación hacia cualquiera que se
sintiera conmovido por los atentados terroristas en Francia, pero desconociera
los atentados en Beirut del día anterior. Yo me distancié bastante de la manera
en la que se expresó esta crítica, pero me sumé al señalamiento de que el
bombardeo mediático sobre París versus el desinterés intelectual y político acerca
de Beirut es una situación que debemos denunciar, pero si nos motiva el deseo y
la responsabilidad real de aportar a su adecuación.
La manera de resolver esta desigualdad y este
desinterés de un caso frente a otro incluiría, desde mi perspectiva, la tarea
de difundir más y mejores análisis sobre los orígenes de la situación y de las
consecuencias inmediatas y futuras que tendrán cada uno de los atentados
terroristas en muchísimos otros debates y realidades políticas tales como la
crisis de refugiados del Mundo Árabe, en especial los refugiados sirios, que
vienen escapando una guerra de la que las grandes potencias del mundo no están
exentas y de la que, de muchas maneras, también son responsables. Ante este deseo
de difundir lo que está pasando en el mundo, en el mundo de y más allá de mis
coordenadas, me devolví al análisis de fronteras porque me resultó ineludible.
El principal punto en común de los acontecimientos
en Beirut y en París fue el autoreconocimiento de la autoría intelectual y
efectiva de los atentados por parte del Estado Islámico (IS de Islamic State). El Estado Islámico es un
grupo terrorista que surgió en el año 2003 en Iraq como causa (y en
enfrentamiento) a la invasión estadounidense en dicho país. La invasión
estadounidense en Iraq fue una de las consecuencias de las nuevas políticas de
“seguridad nacional” norteamericana que surgieron luego de los atentados del 11
de septiembre de 2001 en Nueva York.
En los países arábicos, los años posteriores al 11
de septiembre han sido años de grandes turbulencias, pero que para nada tienen
sus orígenes en la década del 2000. Es difícil para mí hacer una síntesis
responsable de todo esto, simplemente porque no soy especialista en el tema,
así que me limitaré a compilar una serie de elementos que nos pueden servir
como punto de partida para estudiar con mayor precisión el tema, además de como
referente empírico de un marco teórico y metodológico para el que las fronteras
adquieren un lugar central.
Sabemos que el territorio que compone gran parte
del Mundo Árabe en la actualidad ha sido una zona histórica de invasiones,
disputas y conquistas imperiales desde los orígenes de la civilización humana. Lo
conforman varios países de la zona norte de África y de la zona oeste del Medio
Oriente. En un mapa nos daremos cuenta que esta es la zona principal de
contacto entre los países de Oriente y los países de Occidente. Es por eso que las
invasiones, disputas y conquistas políticas del territorio arábico se remontan
a muchísimo antes de los períodos de expansión del imperio persa en el siglo VI
a.C. Para saltar largos conflictos diré que el Mundo Árabe tuvo su “última” dominación
imperial bajo los otomanos (o el imperio turco), que se conformó durante el
siglo III d.C. y que se desintegró (o lo desintegraron) en el año 1922, tras la
culminación de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).
Quizás la consecuencia más importante de la
desaparición del imperio otomano en la segunda década del siglo XX fue el
surgimiento de gran parte de los países árabes que conocemos hoy. Pero cuando
se crearon estas nuevas jurisdicciones territoriales, una parte importante del
territorio arábico pasó a ser posesión colonial. Esta repartición del
territorio árabe se acordó entre Francia y Gran Bretaña por medio del Tratado
de Sykes-Picot de 1916. El Tratado anuló las promesas de un solo país árabe e
independiente ante la caída del imperio turco. Por el contrario, Francia y Gran
Bretaña comenzaron a administrar las grandes reservas de petróleo en la zona para
su exclusivo beneficio. Dos décadas después, ante distintas presiones locales e
internacionales, ambas potencias europeas se vieron obligadas a abandonar el
territorio, no sin antes garantizar, con la creación del Estado de Israel
(1947-1948), algún tipo de permanencia occidental en la zona.
El Estado de Siria, que como país surgió en el
1918, pero como país independiente de Francia en el 1946, siempre se opuso a la
presencia de Israel en el territorio palestino. En realidad, la creación del
Estado de Israel generó una de las crisis bélicas más importantes del Mundo
Árabe, crisis que persiste hoy. De la misma manera, en los años posteriores a
la independencia de Francia, al interior de Siria se intensificaron los
conflictos entre los sectores populares y las burguesías locales, que no solo
representaban intereses económicos distintos, sino que representaban modelos de
desarrollo productivo, político y cultural diversos. La élite en Siria es fundamentalmente
urbana. Los sectores populares son fundamentalmente rurales. Aunque nos puede
parecer una acotación innecesaria, lo que quiero destacar es que la
articulación del movimiento revolucionario actual en Siria no es un movimiento
exclusivo ni fundamentalmente de trabajadores y trabajadoras industriales o intelectuales,
sino que agrupa a sectores muy diversos, con experiencias de organización
también diversas y que se sumaron a los procesos de resistencia en Siria en
momentos diversos. Se trata, por ejemplo, de activistas que vienen de las
movilizaciones de 2011, en su mayoría, jóvenes con formación académica
universitaria; trabajadores rurales marginados frente al modelo económico
actual; trabajadores urbanos en relación de dependencia y trabajadores urbanos
en relación de independencia (Daher, 2014b, p.4).
Para comprender mejor esta composición del
movimiento revolucionario sirio debemos saber, en primer lugar, que hace casi
cinco años en Siria estalló una guerra civil entre el Estado y los sectores
populares que no ha hecho nada menos que intensificarse. En segundo lugar,
debemos saber que este conflicto es el resultado de una crisis de expansión del
neoliberalismo que se manifestó (y se continúa manifestado) a través del
recrudecimiento de la desigualdad económica, de la anulación de la democracia
formal y de la fuerte represión contra cualquier fuerza opositora al régimen.
En realidad, todas estas políticas de austeridad y antidemocracia son la
secuela de las fuertes tensiones que se generaron dentro del Partido Baaz en
Siria al final de la década de 1960. El Baaz surgió en Siria en el año 1947
bajo la consigna de un solo país árabe unido. Retomaba, además, los principios
del socialismo y del secularismo como proyectos para el desarrollo económico y
político de toda la región.
El baazismo —que se constituyó no solo como fuerza
política, sino también como proyecto ideológico—, se replegó rápidamente entre
varios países del Mundo Árabe que suscribían la necesidad de conformarse como
un solo país. Uno de los objetivos de esta “República Árabe Unida” era enfrentar
conjuntamente las intervenciones de las grandes potencias occidentales que aún mantenían
dominio directo o indirecto en la región. Además de Siria, también en Iraq se
conformaron gobiernos baazistas, entre ellos, el gobierno de Sadam Hussein, con
el que luego de los atentados del 11 de septiembre el gobierno de los Estados
Unidos se declaró en guerra. Sin embargo, tanto en Iraq como en Siria, los
gobiernos baazistas abandonaron las reformas sociales y políticas que habían
dado origen al baazismo.
En Siria, el ascenso del Partido Baaz al poder en
1963 “marcó el final de la dominación política de la burguesía urbana […] e
inauguró una nueva era donde el nuevo régimen sería dominado por las fuerzas
sociales de las zonas rurales y áreas periféricas y por las minorías
religiosas” (Daher, 2014a, p. 3; traducción provista). Pero a la radicalización
del partido durante esos años le sucederían nuevas conciliaciones con la
burguesía siria.
In 1963, […] the new leadership of the Ba'ath, thus
strongly radicalized in relation to its original founders [of 1947], adopted a
rhetoric close to that of the radical left and took a series of political
decisions and measures aimed at preventing the return to power of the big urban
bourgeoisie, merchant and industrial, as well as the large land owners:
nationalization of a large part of private assets (1964-1965), in addition to
the agrarian reform policies initiated at the time of the United Arab Republic
(1958-1961).
[…] The coming to power of Hafez al Assad in 1970 marked
a new turning point for the country, decisive for the future decades. The new
Syrian strong man was from the so-called “pragmatic” section of the Ba'ath
Party, which was not in favour of radical social policies and a confrontation
with the conservative countries of the region, like the monarchies of the Gulf.
The new regime was welcomed with great joy by the big bourgeoisie (Daher, 2014a,
p. 3).
En ese sentido, desde la década de 1970 hasta la
actualidad, el Estado sirio ha asumido como proyecto político y económico la
austeridad y la antidemocracia. Sé que debería explicar esto mejor, pero me tendré
que conformar con decir que el Estado sirio —durante el gobierno de Hafez Al
Assad y, tras su muerte en el año 2000, el gobierno de su hijo Basher Al Assad—,
ha asumido políticas de profunda represión que van desde la persecución y el
encarcelamiento hasta las torturas y los asesinatos contra cualquiera que se
oponga a las políticas del Estado y que apoye otros movimientos populares en la
región, por ejemplo, el palestino.
Es así que la guerra civil actual en Siria es el
resultado de un largo proceso de transformaciones económicas, políticas e
ideológicas en el país, pero que no está desvinculada de muchas otras revueltas
en la región, como la de la Primavera Árabe que inició Túnez en 2010 y que se
propagó por varios de los países de la zona norte de África y del Medio Oriente
izando los reclamos del fin de las dictaduras militares, el establecimiento
efectivo de sistemas políticos y sociales democráticos, y la garantía de todos los
derechos humanos. Esta guerra, que justo comenzó cuando la Primavera Árabe llegó
a Siria en marzo de 2011, ha sido también el escenario de una guerra de
fundamentalismos religiosos (ahora encabezada por el Estado Islámico) que ha escalado
tremendamente y que fue el motivo de los atentados en Francia y en Beirut. Esta
guerra, que en sus dimensiones económica, política y religiosa, ha generado una
inmensa crisis de refugiados que vienen escapando la destrucción absoluta de un
país y de su gente. Esta guerra, que ha dejado mucho que decir acerca de las
xenofobias occidentales y de los propios proyectos de austeridad y
antidemocracia en todo el mundo, más allá de los países árabes. Esta guerra que,
de todas estas maneras, demuestra cuán pertinente es contemplar la realidad a
partir de las construcciones de otredad y
de los contextos fronterizos.
Fronteras:
pertinencia, objeto construido y sentidos múltiples
No, con la globalización ni en la posmodernidad desaparecieron
las fronteras. Ninguna de las fronteras. Ni las estatales ni las internas ni
las temporales ni las étnicas. Y esto es bastante evidente antes y después de
los atentados del 13 de noviembre en Francia.
Como todas las categorías, las fronteras se corresponden con una realidad
social y analítica que se ha ido transformando históricamente. No existe, por
lo tanto, una definición única de las fronteras.
Esto no quiere decir que no podamos encontrar puntos en común (que en este caso
sería un argumento bastante esencialista y despolitizado), sino que debemos
comprender esa correspondencia como el resultado de una relación dialéctica que
jamás permanece ni se desconecta de las experiencias que la van constituyendo. En
ese sentido, lo relevante para comprender qué queremos decir cuando hablamos de
fronteras es que esta categoría surgió para denotar límites geopolíticos pero
que se fue transformando por causa de esos propios límites.
Durante los periodos de conquista de la América
continental, las fronteras se podían representar como
a) espacios lejanos, marginales y diferenciados de
otros ámbitos ocupados colonialmente y que no [estaban] incorporados al dominio
político de la potencia en cuestión; b) “tierras libres” o “regiones
inhabitadas”, en una tendencia reiterada por negar la presencia de poblaciones
nativas; c) relaciones interétnicas, mestizajes, intercambios simbólicos,
complementariedad y competencia de los recursos; y d) instituciones pensadas
para el control de los espacios de frontera como los fuertes y las reducciones
y las estrategias de reconocimiento, ocupación y defensa del territorio (Nacuzzi
y Lucaioli, 2014, p. 29).
Cada uno de estas formas de frontera generó representaciones
simbólicas distintas acerca de lo que es y de lo que sucede en los contextos
fronterizos. También esto es evidente cuando pensamos en sujetos individuales que
se ponen en contacto con la realidad de manera desigual. Pero no olvidemos que
la constitución de las fronteras políticas o de las fronteras estatales, en
todos los periodos históricos, surge de los procesos de expansión territorial y
de dominación política. Son estos procesos de expansión y de dominación los que
generaron procesos de contacto étnico
y cultural. Si en el principio las fronteras querían denotar límites geopolíticos,
después tenían que explicar cómo, por qué y para qué se configuraban esos
límites; límites que, más allá de las representaciones simbólicas individuales,
estaban repletos de diversidad.
Como podemos imaginar, esta diversidad en los
límites ha generado distintos debates acerca de qué son las fronteras. Por
ejemplo, una posición propone que la frontera es una línea inamovible, un lugar
estático en el que los límites representan el fin de una dominación política. Otra
propone que la frontera es un “espacio de interacción”, un lugar intermedio, de
negociaciones y de intercambios entre distintos otros (ver en Nacuzzi y
Lucaioli, 2014). Yo hablaría de una tercera posición que se corresponde más con
las fronteras políticas actuales vistas como producciones subjetivas, en el
sentido de como construcciones identitarias. De esta manera, las fronteras se
aparecen como lugares de reproducción de la hegemonía. Pensar las fronteras
como lugares de reproducción de lo hegemónico quiere decir que las fronteras
son límites a la vez que espacios de interacción tanto en el plano de lo real como
en el plano de lo simbólico, pero que son límites y espacios de interacción en
tensión, atravesados por relaciones de poder que condicionan lo que se puede
intercambiar y lo que no entre los otros (ver
en Bartolomé, 2006).
Habría que hacer un par de acotaciones a partir de
estas construcciones analíticas en debate. Por un lado, que incluso cuando
pensamos en las fronteras como límites precisos, se trata de límites que
dividen espacios territoriales a la vez que grupos humanos. Sin grupos humanos,
sin intereses en disputa (pienso en las burguesías nacionales y la necesidad de
articularse como fuerzas políticas) no habría necesidad de fronteras. Asimismo,
estos grupos se constituyen a partir de construcciones identitarias colectivas,
de representaciones sobre sí mismos que necesitan ser distintas de un otro que también construyen en la medida
en que se autodefinen. Lo que somos es, en gran medida, lo que los otros no son;
aunque a veces haya coincidencias.
Por otro lado, habría que decir que la
mundialización de los procesos migratorios algo reconfiguró en los traspasos
fronterizos. Depende del caso, hay comunidades migrantes que sí cruzan
fronteras; fronteras reales con límites de control y de regulación estatales. Pero
hay otras que aterrizan en lugares más o menos conocidos y donde se encuentran
con políticas migratorias más o menos favorables. Pienso, por ejemplo, que no
es lo mismo ser puertorriqueña y migrar a los Estados Unidos que ser mexicana;
o ser puertorriqueña y migrar a la Argentina que ser brasileña; o ser puertorriqueña
y migrar a Italia que ser francesa. En realidad, podríamos decir que los
acuerdos interestatales como el Mercosur y la Unión Europea disipan a la vez
que acentúan otredades. Tanto en un
sentido macroestructural como en un sentido microfísico. Porque cuando
supuestamente se borran fronteras nacionales en algún lugar, quedan otras que
translucen. Y aunque se borren
algunas de esas fronteras políticas, las fronteras étnicas no dejan de
aparecerse en la vida de todos los sujetos migrantes. Así que no solo asumimos
(y nos imponen) una identidad nacional construida, sino que actuamos conforme a
muchísimas otras identidades como el género, la clase, la raza, la edad, la sexualidad
y las teoideologías. Todas estas identidades demarcan límites, demarcan
construcciones de otredad y, por lo
tanto, se constituyen como fronteras,
como lugares de permanencia y de interacción entre sujetos que están
condicionados (pero no determinados) por un orden político.
Para el caso que me propuse comentar, todos estos
elementos adquieren un lugar protagónico. Por un lado, no debe quedarnos la más
mínima duda de que las fronteras estatales siguen siendo fronteras reales. Los
atentados en Francia reforzaron estas fronteras, y en todos los sentidos. No
solo porque representan una reevaluación de las políticas de recepción de
refugiados, sino también porque profundizaron las fronteras étnicas internas
cuando aumentaron las conductas xenófobas, incluso entre franceses de ascendencia
árabe (de los países de habla arábica) o musulmanes (practicantes de cualquiera
de las variantes del Islam).
Asimismo, no debe parecernos insignificante la
invisibilización de los atentados en Beirut ni las reacciones que ridiculizaron
las protestas antirracistas en los Estados Unidos. También en estos contextos
se están articulando construcciones de otredad
respecto de Occidente y de la supremacía blanca. Y es que son, efectivamente,
construcciones, delimitaciones arbitrarias sobre las vidas que sí merecen
nuestra solidaridad y las que no. Es profundamente inconsecuente que repudiemos
el fundamentalismo, el racismo, y la supremacía que motivó al Estado Islámico
en los atentados en Francia pero que no podamos generar un proceso de
autoreflexividad frente a los conflictos que se viven más allá de Francia y que
también culminan con la vida de muchas personas inocentes.
De todas estas discusiones, tres son las consideraciones
que quisiera que quedaran consignadas. En primer lugar, el carácter
indiscutiblemente pertinente del análisis de fronteras en la actualidad. Además
de porque las fronteras nunca desaparecieron (nunca fuimos solamente humanos),
sino porque las fronteras nos permiten aprehender una realidad que se articula
constantemente en función de límites.
En segundo lugar, que estos límites fronterizos
son objetos construidos tanto en su carácter geopolítico como en sus
expresiones subjetivas. El lugar de los límites, el lugar real o imaginado donde
se instala un frente, no es más que una determinación del mundo social.
Pensemos que los límites geopolíticos han sido la consecuencia de múltiples
procesos de expansión territorial. Por lo tanto, las fronteras no siempre
estuvieron donde están ahora. También las fronteras subjetivas están en
constante redefinición. Pensemos, por ejemplo, en las articulaciones de masculinidad
y de feminidad que nos atraviesan constantemente. No es cierto que hay una sola
manera de ser mujer o de ser hombre, y de veras que no puedo elegir ni uno de
los tantísimos argumentos que se me ocurren para justificar este planteamiento.
Por último, que esta condición objetiva y
subjetiva de las fronteras habla de su multiplicidad de formas y sentidos. Me
parece que con decir que desde los límites geopolíticos, pasando por las
interacciones étnicas, aterrizando en las comunidades transnacionales,
conviviendo con el género, la raza y la clase hasta asumir posiciones críticas
frente al fundamentalismo y la xenofobia, nos queda bastante claro que hay límites,
oposiciones, diferencias y distancias en todas partes y sobre todas las maneras
imaginables posibles.
Fronteras:
consideraciones finales
El objetivo de esta reflexión nunca fue demostrar
la pertinencia de los análisis de fronteras. Esa nunca fue mi premisa. Por el
contrario, mi verdadero punto de partida fue la realidad; el mundo tal y cómo
se configura hoy. Es por eso que hablar de la pertinencia de los estudios de
fronteras no es nada más que la consecuencia de muchas situaciones que me resultaron
cotidianas y para las cuales sí era necesario retomar una discusión sobre la
aplicabilidad o no del análisis de fronteras en la actualidad. Dar esa
discusión se convirtió en mi objetivo.
En función de esa discusión, durante el texto
desarrollé tres partes que me surgieron casi de manera autodinámica. La primera consistió en unos comentarios preliminares
en los que situé el surgimiento de la cuestión que quería explorar. Por un
lado, dejé consignado que mi referente empírico tenía que ver con los conflictos
que se suscitaron alrededor de los atentados terroristas del 13 de noviembre en
Francia. Me pareció que esta situación imprimía profunda actualidad a esta
discusión. Por otro lado, intenté mostrar cuáles habían sido los argumentos más
importantes de una exposición teórica que había sido enormemente difundida acerca
del “fin de las fronteras”. Para esto retomé brevemente algunas cuestiones
acerca de la globalización y la posmodernidad, y de sus implicaciones para el
análisis de fronteras.
La segunda parte de estos apuntes la giré casi
exclusivamente sobre el referente empírico. A partir de aquellos comentarios
preliminares me pareció fundamental exponer más claramente cuáles eran los
conocimientos de la realidad que estaba tomando en consideración para pensar la
aplicabilidad o no de este tipo de análisis. Por lo tanto, hice un recuento
breve del conflicto sirio y de algunas de las polémicas que giraban en torno a
él.
La tercera y última parte la dediqué a retomar algunos
de los elementos analíticos que se han desarrollado dentro de los estudios de
fronteras. Traté de tensionar estos elementos con la realidad que fui
describiendo anteriormente. Las tres consideraciones que me parecieron
pertinentes destacar fueron que las fronteras
—tanto en su condición de categoría social como de categoría analítica— poseen
un 1) carácter profundamente pertinente, además de 2) construido socialmente y 3)
multisituado. Este carácter múltiple lo pienso en términos de las
configuraciones de otredad en el
mundo que exceden la problemática nacional y étnica.
Sin embargo, me parece que después de estos
comentarios resulta imprescindible producir otra reflexión acerca de cómo las
fronteras se resisten y se transforman desde las experiencias subalternas. No
voy a ocuparme ahora de esta tarea, pero con ese nuevo objetivo en mente quisiera
añadir una última cuestión a estos apuntes para pensar los análisis de
fronteras en la actualidad. Quisiera dejar en completa evidencia que para nada
habría que asumir una posición moralista sobre la existencia de las fronteras
en el mundo social. Las fronteras en sí mismas no son ni pueden ser “buenas” o “malas”.
No quiere decir que no tengamos que abolir muchísimas de ellas. Es más, cuando
comprendemos que las fronteras existen como el resultado de un proceso de
subordinación política, debemos asumir la responsabilidad de transformar esos
contextos fronterizos para reemplazarlos por espacios de profunda equidad y
democracia. Pero no hay que hacernos de falsas ilusiones: también aquí hay una
disputa por el poder que se erige como límite. Yo diría, pues, que hay una sola
frontera que no debemos abolir, nada más que una: la frontera contra la
desigualdad y las injusticias. Esa frontera, por el contrario, tendríamos que
reforzarla siempre.
Referencias
citadas y consultadas:
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