Ana de Mena: una
bruja caribeña en el siglo XVII
Ana de Mena: de Puerto Rico a La
Habana
Ana de Mena nació cerca de 1608 en la
Isla de San Juan Bautista, hoy día conocida como Puerto Rico. A los veinte
años, el 25 de junio de 1628, es juzgada por primera vez en un juicio o auto de
fe del Santo Oficio (L. 1020, 288Bis). En ese momento, el escribano obvió su
estatus social, el cual conocemos porque fue especificado en una segunda
comparecencia al tribunal inquisitorial, el 26 de marzo de 1633, donde se
menciona que era una mulata libre (L. 1020, 367v). Los legajos de su juicio no han sido encontrados, posiblemente fueron
devorados por las llamas cuando el edificio del Santo Oficio en Cartagena de
Indias, Nueva Granada, actual Colombia fue atacado por los patriotas de la
ciudad, como parte de la guerra de independencia, en 1811.
Sobre Ana de Mena, entendemos que
llegó y se estableció desde muy joven (por las condiciones que discutiremos más
adelante) en La Habana, Cuba. Acción que nos confirma el alto grado de
movilidad existente en las Antillas y el Caribe de aquel entonces. En este caso
en particular, vemos cómo una mulata nacida en Puerto Rico terminó viviendo en esta
isla vecina y, posteriormente, con el desarrollo de su proceso de fe, viajó y residió
en Cartagena de Indias, siendo ambos puertos de gran importancia para la región
caribeña y antillana
La Habana, que desde 1592 llevaba el
título de ciudad, era el último puerto por visitar y lugar de reunión de la
flota española antes de partir hacia Sevilla con los tesoros y riquezas que se
habían destinado para este fin. Según el fraile carmelita Antonio Vázquez de
Espinosa (1954, 94-96) en su recorrido por esta ciudad, para los años 1621 y 1622,
se describe un puerto concurrido, con unos 1,200 vecinos, sin contar familiares
y esclavos, a los que se le sumaba una población flotante de marineros,
militares y aventureros.
En el análisis que realiza el
historiador cubano Isabelo Macías Domínguez (1978, 21), se estima una población
permanente para la primera década del siglo XVII de unos 5,950 individuos,
entre ellos, 3,000 esclavos. Al sumarse la población flotante, los números se
duplicaban. Todo esto convertía a La Habana en el lugar ideal para establecer
cualquier tipo de negocio e industria. De la misma forma que esclavistas,
mercaderes y aventureros percibieron a esta ciudad como el lugar idóneo para comenzar
sus negocios, los practicantes de las artes mágicas (hechiceras, magos,
adivinos, entre otros) vieron una oportunidad de progresar. Tanto fue así que La
Habana, y Cuba de manera general, entre 1610 a 1632 fue el lugar de residencia
del 24.4% de los procesados por supersticiones en el tribunal inquisitorial de
Cartagena de Indias (Crespo, 2013, 228).
En el caso de las hechiceras, como Ana
de Mena, las probabilidades eran varias. Ana debió desarrollarse preparando
conjuros, pociones, adivinando el futuro, leyendo cartas y dando consejos. Las
artes mágicas podían ser utilizadas para un sinfín de asuntos, tanto benéficos
como maléficos (Russell, 2017, Gregor, 1972, Robbins, 1971 y Lea, 1957). No
obstante, hubo tres áreas que eran rentables económicamente: los males de amor
(problemas amorosos o sentimentales), la búsqueda del conocimiento oculto o de
personas u objetos perdidos (adivinación), y el conseguir beneficios en los
juegos de azar (Crespo, 2013, 209). La sociedad era una muy supersticiosa y los
conocedores de las artes mágicas aprovechaban esto para mejorar su situación social
y económica.
Primer proceso inquisitorial
El primer proceso del Santo Oficio en
contra de Ana de Mena culminó el 25 de junio de 1628. Ese día el tribunal inquisitorial
de Cartagena de Indias celebró un auto de fe en la iglesia catedral de la
ciudad donde se presentaron once causas o juicios (L. 1020, 286-300v). Los
autos de fe se realizaban de manera pública, aunque conocemos de casos que
fueron de manera privada y a escondidas (L. 1020), ya que las autoridades solo
permitían a una pequeña cantidad de testigos y estos estaban relacionados con
el acusado. El acto público se podía realizar en la plaza o en la iglesia. Los
autos realizados en la plaza tendían a ser de gran pompa, extravagantes y eran
todo un espectáculo dirigido a las masas. Su implicación social era demostrar
la majestuosidad y la grandeza de la institución (Pérez, 1984, 265). Para los
extranjeros, específicamente para los que consideraban a España como un país enemigo,
era una actividad tenebrosa y representativa del fanatismo religioso (Kamen,
1985, 243). En el caso de Cartagena de Indias, José Toribio Medina (1899,
82-91) detalla los pormenores que implicaron la realización del primer auto de
fe en la ciudad el 2 de febrero de 1614. La celebración de tan fastuoso
espectáculo demostró un gran derroche de dinero, por lo cual la mayoría de los
autos de fe fueron realizados en la iglesia catedral. Esto nos lleva a pensar que
la supuesta riqueza indiana era más un asunto de óptica e interpretación. Debemos
ver que una de las quejas de los inquisidores en Cartagena de Indias fue la
falta de recursos (Medina, 1899).
El proceso de Ana de Mena comenzó unos
meses antes, cuando fue acusada ante las autoridades inquisitoriales de La
Habana por dieciséis individuos; acción que provocó su arresto y traslado a
Cartagena de Indias. El día del auto de fe, su causa fue la quinta traída al
púlpito. Para ello, se comenzó con la presentación de la joven rea. Se indicó su
procedencia, su edad y composición racial. Luego, se mencionaron las acusaciones
y el número de testigos, pero nunca se indicaban los nombres de estos ya que
era parte de la metodología inquisitorial, la cual llamaban el secreto. El
secreto era, posiblemente, la característica institucional de mayor peso en la inquisición.
Su mayor virtud, desde el punto de vista inquisitorial, era mantener la
sacralidad del proceso. No obstante, para los detractores de la inquisición era
muestra del deseo de impunidad y arbitrariedad de parte del sistema y de los inquisidores
(Bennassar, 1984 y Galván, 2001).
En el auto de fe de Ana de Mena, se
indicó que la joven había confesado y aceptado lo que se consideraba, por parte
de la inquisición, eran sus pecados. Su sentencia espiritual fue una abjuración
leve o de levi. En otras palabras,
demostró arrepentimiento de una falla menor. Veamos cuáles fueron. Los testigos
imputaron que Ana utilizaba las yerbas para ritos mágicos dirigidos al
bienquerer, la búsqueda de secretos y del conocimiento futuro (del porvenir o
destino de sus clientes). Como parte de estos ritos, también realizó suertes y
conjuros, donde demostraba, según los testigos, la utilización de procedimientos
mágicos (L. 1020, 288Bis-288Bisv).
Ahora bien, ¿Qué son las suertes y los
conjuros? Las suertes son definidas como “las inmemorables ceremonias y ritos
de hechizo o maleficio” (Spleandianni, vol. 4, 54). En el caso de los conjuros,
estos son prácticas mágicas donde se utilizan oraciones y cuyo fin es obtener
algún beneficio o lanzar un maleficio (Spleandianni, vol. 4, 41). Según podemos
notar, ambos términos tienden a ser parecidos, no obstante, se diferencian en
que las suertes tienden a ser más estructuradas que los conjuros, ya que implican
una especie de ceremonia de mayor complejidad que la utilizada en los conjuros
Sobre las suertes que se le achacaban,
las cuales son mencionadas, pero no redactadas en su totalidad en las actas,
estaban: la del huevo con la oración de San Juan, la de medir el brazo, la de
las habas, la de san Zebrián, la de santa Marta y la del cedazo. Añaden que Ana
de Mena tenía el poder de hacer bailar a una escoba y que sus suertes y
conjuros la habían llevado a adivinar situaciones desconocidas para sus
clientes. La suerte de Santa Marta y la oración de San Juan eran utilizada para
que los amigos (o posibles amores) regresaran. Entre los conjuros se
encontraban: el del umbral de la puerta, el de la piedra imán, el de la
estrella, la cual ella reverenciaba y adoraba, y otro que decía: “besuete,
besuete como Cristo cochavete (sic)”. Algunos conjuros que realizaba iban
invocados a demonios. Por ejemplo, el conjuro al señor compadre donde el primer
pecado realizado con un amigo (posible acto sexual) era dedicado a los seres
maléficos. Otros conjuros considerados diabólicos eran el de San Erasmo y uno
que comenzaba “con dos te miro”. En todos ellos se promovía el que una persona
se enamorara perdidamente y conviviera con otra (L. 1020, 288Bis.-288Bis.v.).
Lo interesante de todo, no era que Ana
de Mena supiera conjuros y maleficios o que a su corta edad fuera bien
reconocida, sino que era considerada una maestra de hechiceras y que la mayoría
de sus hechizos dieran los resultados esperados tal como confirmaron los
testigos y la misma acusada. Para los inquisidores, esta mulata nacida en la
Isla de San Juan Bautista: “parecía saber cuántas supersticiones y sortilegios
la malicia humana había inventado” (L. 1020, 288Bis.v).
Durante el proceso fue necesario
utilizar un “curador” o persona encargada a asistir a los menores de edad
durante un juicio inquisitorial o legal ya que Ana de Mena no era considerada
adulta (L. 1020, 288Bis.v.). Según la tradición jurídica castellana establecida
en el códice de leyes redactado y aplicado desde 1265 (fecha aproximada) por
una comisión del monarca Alfonso X, llamado Siete
Partidas, y continuada en el Ordenamiento (leyes) de Alcalá de Henares de
1358, la mayoría de edad jurídica en los reinos castellanos era de veinte y
cinco años (Rodríguez Otero, 2013).
La sentencia de este primer juicio fue
que Ana de Mena saliera en el auto de fe con insignias de hechicera, que
abjurase de levi (abjuración leve), que fuese traída a la vergüenza y el destierro
de los obispados de Cartagena de Indias y de La Habana por un periodo de cinco
años (AHN, Inq., L.1020, 288Bis.v).
Durante los procesos inquisitoriales,
los reos sentenciados debían vestir unos símbolos o insignias que los identificaban
con el crimen por el cual habían sido acusados. Por tanto, Ana de Mena utilizaría
una insignia de hechicera por el tiempo designado. De ella no hacerlo se atenía
a ser procesada nuevamente, pero con agravantes ya que se consideraba una falta
mayor el no acatar la decisión del Tribunal.
La abjuración era una condena que
demostraba que el convicto estaba arrepentido de su pecado y que se comprometía
a no reincidir. La abjuración estaba dividida en tres categorías: abjurado “en
forma”, levi (leve) y vehementi (grave). La abjuración formal implicaba
declaración de culpabilidad y confesión del reo. La abjuración leve era dada
por un delito no grave o cuando era la primera vez que el acusado cometía su
falta. La abjuración grave (vehementi) era utilizada para delitos más complejos
y de un nivel de peligrosidad mayor para la sociedad o cuando el reo era reincidente.
Una persona acusada en dos ocasiones por el mismo delito podía ser declarado
relapso y entregado al brazo secular (a las autoridades civiles) para ser
ejecutado (Jiménez Monteserín, 1984, 184-217). Debemos indicar que no necesariamente
se seguían los estatutos tal cómo se estipulaban ya que varios acusados fueron
reincidentes teniendo la abjuración de vehementi en su primer juicio y esto no
implicó su ejecución.
En el caso de Ana de Mena, el delito
de hechicería era uno menos grave dado a que la Inquisición española lo
catalogaba como una falta por creencias supersticiosas y no implicaba un
peligro para el estado. Las brujas de Zugarramurdi en 1610 (Henningsen, 1983) y
los procesos en Cartagena de Indias en contra de Paula de Eguiluz en 1624 y 1634
(Maya, 2003) son las mayores representaciones que se tienen para entender que
los delitos relacionados con las prácticas supersticiosas, desde el punto de
vista castellano, eran atendidos con menor severidad en comparación con otros
delitos dentro de la misma institución y con los procedimientos ocurridos en
contra de creencias supersticiosa en otras regiones y tribunales de Europa
Occidental. La acusación a Paula de Eguiluz fue una muy peculiar ya que fue el
proceso de brujería más sonado y estudiado de los acontecidos en Cartagena de
Indias. En todo sentido, la Inquisición española demostró ser un mecanismo
estatal dirigido a aplacar los peligros que la monarquía afrentaba en su vida
como institución, siendo los judaizantes, los protestantes y los islámicos su
mayor foco de atención.
La pena de vergüenza pública que
recibió Ana de Mena fue aplicada de la siguiente forma: la rea fue llevada a la
plaza pública; allí comenzaba un recorrido, montada en un burro, por distintas
calles de la ciudad, donde se exponía, no solamente a su identificación como
hechicera, sino que era vejada por el pueblo llano, el cual veía esta situación
como un momento de desahogo ante todas las incidencias que pasaban.
Para cumplir con el destierro, Ana de
Mena debía abandonar el territorio de la diócesis de Cartagena de Indias y no
podía regresar al obispado de La Habana por un periodo de cinco años. El
destierro siempre implicaba la zona donde estaba enclavado el tribunal que había
procesado al reo y la región de donde provenía este. Los destierros rara vez se
cumplían ya que, en muchas ocasiones, como fue este caso, se pueden encontrar
que los acusados por un delito reincidían en la misma comarca donde fueron
procesados inicialmente. Ana de Mena decidió permanecer en la zona de Cartagena
de Indias ya que esta representaba una gama de posibilidades para su desarrollo
como, dirían en nuestro tiempo, “empresaria” de las artes mágicas.
Segundo proceso inquisitorial
El 26 de marzo de 1633, cuatro años,
nueve meses y un día luego de su presentación en auto de fe, Ana de Mena es
traída a la iglesia mayor de Cartagena de Indias para la culminación de un
segundo proceso. Aunque no se indica su edad, debía estar rondando los veinte y
cinco años, por lo cual, ya era, jurídicamente hablando, mayor de edad (L.
1020, 314).
Este segundo caso fue realizado con la
testificación de tres mujeres, una de ellas menor de veinte y cinco años, pero
mayor de veinte y dos años. A Ana Mena se le acusaba de realizar sortilegios,
suertes y conjuros, de hechicera y de invocadora del demonio. Sobre esto último
se indica que en una noche llamó a tres demonios, uno de ellos identificado
como el diablo Cojuelo, a quien le prometió consagrarle el primer bocado que
comiese o el primer pecado que realizara. Entre los conjuros mencionados están
el de San Erasmo, el del cedazo, el del “palmo y estrella” y el del “señor
compadre”, este último para invocar a los demonios. Entre las suertes
mencionadas estaba la de las habas y la del cedazo (en la documentación es
repetida tanto para los conjuros como para las suertes). También utilizaba la
oración de Santa Marta y, por último, se le acusaba de hechizar (ligar)
personas (L. 1020, 314-314v).
Estando presa y conociendo que su
causa iba a ser realizada por brujería, Ana de Mena, acepta haber cometido las
faltas que se le imputaban, incluyendo la invocación a los demonios, aunque
indicó que nunca tuvo un pacto con este, lo cual hubiese sido un agravante en
su contra (L. 1020, 314v, 367v). Para los inquisidores, el determinar si la
persona realizó algún pacto con el demonio era uno de los indicadores de que el
acusado era practicante de brujería.
La brujería, al ser considerada por
las autoridades como un crimen de mayor gravedad a la hechicería, podía acarear
penas funestas, aparte de que el reo terminaba siendo estigmatizado. Muchos de
los acusados por supersticiones procuraban evitar el que fueran procesados por este
delito. En nuestra tradición hispana, las diferencias entre ambas categorías
son palpables, mientras que en otras culturas ambos términos son sinónimo. Por
ejemplo, para el mundo anglosajón, especialmente dentro de la antropología
moderna, los términos witchcraft y sorcery son similares (Russell, 2017;
Gregor, 1972; y Robbins, 1971). Desde los tiempos a los que hacemos referencia,
la brujería y la hechicería presentaban características distintas.
Por un lado, la brujería era
considerada un delito mayor ya que implicaba adoración al demonio. Su práctica colectiva
provoca juntas y sectas. Su culto es contrario al cristiano y por ello se podrían
realizar prácticas que son consideradas prohibidas, tales como: el asesinato,
la antropomorfia, las orgías sexuales (entre otras actividades consideradas por
el cristianismo como contra naturales), la destrucción de bienes colectivos y
cosechas, la desaparición de ganado y el sacrificio humano. En general, se
consideraba que la brujería buscaba perpetuar el mal y adorar al demonio de la
misma forma que los cristianos adoran a Dios (Crespo, 2013 y 2014; Lisón, 1992;
Cordete, 1990; y Blázquez, 1985).
Por otro lado, la hechicería era la
práctica de ritos mágicos por individuos que trabajaban enmarcados en las
creencias que seguía la población en general, que en este caso era la cristiana.
La hechicería se diversificaba en varias ramas como el curanderismo, la
adivinación y el sortilegio, entre otros (Lisón, 1992; Cordete, 1990; y
Blázquez, 1985). Estas prácticas se desarrollaban en el espacio urbano e
implicaban, en una gran cantidad de ocasiones, un beneficio económico para los
que la trabajaban. Por lo general, no se desarrollaban cultos específicos ni se
representaban como contrarios a la fe oficial. No obstante, el uso de la magia
y las supersticiones eran un agravante que la inquisición no podía dejar pasar desapercibido
dado a la implicación religiosa que representaban.
La mención del diablo Cojuelo durante
el segundo auto de fe de Ana de Mena estableció un atenuante que pudo llevar a
los inquisidores a pensar en una condena mucho más severa, incluso, se pudo sentenciar
a Ana a la hoguera. No obstante, el diablo Cojuelo merece una mención especial
dentro de la demonología castellana. Este demonio no era un personaje del todo
tenebroso, sino todo lo contrario, una burla a las creencias supersticiosas de
la época (Delpech, 2004). El diablo Cojuelo, dentro del folclor castellano, más
que un ser malévolo era uno ignorante, chistoso y travieso que cualquier hombre
podía vencer. Esta visión está claramente establecida en la obra de Luis Vélez
de Guevara (1641), titulada El diablo Cojuelo: Novela de la otra vida.
En el auto de fe, Ana de Mena fue
presentada con hábito de media aspa. Su abjuración fue vehementi y su condena fue la de recibir 200 azotes, destierro por
seis años y la confiscación de la tercera parte de sus bienes, aunque según el
informe no tenía ninguno. De hecho, se indica que la joven estuvo alimentándose
con los fondos del real fisco mientras estuvo encarcelada (L. 1020, 313-313v., 367v.).
Luego de este acontecimiento no se
tiene conocimiento de otras acciones documentadas sobre Ana de Mena. Sin
embargo, dado a la gran movilidad existente en ese periodo histórico no nos
sorprendería que Ana de Mena haya terminado en algún otro poblado viviendo de
lo que mejor podía hacer: hechizos y sortilegios para aquellos que no estaban
complacidos con las contestaciones espirituales que brindaba la religiosidad oficial.
Por tales razones, Medina (1899) nos habla constantemente sobre la queja de los
inquisidores por no contar con el recurso humano, menos económico, para cubrir
toda la jurisdicción del tribunal inquisitorial de Cartagena de Indias, la cual
abarcaba el territorio de Nueva Granada, la provincia de Venezuela, el Caribe
hispano y llegaba hasta el obispado de Nicaragua, en total, una extensión de casi
mil quinientos kilómetros cuadrados.
Otros casos en la historiografía
puertorriqueña
En
la historiografía puertorriqueña son pocos los casos documentados, pero antes
que Ana de Mena hubo otras personas que se dedicaron a promover la magia para variados
fines. Anterior a los procesos descritos en este artículo, se dio el caso del
juicio de tres supuestas brujas africanas quemadas por el obispo de Puerto
Rico, Nicolás Ramos, entre 1591 y 1592 y que fue presentado por Cayetano Coll y
Toste (1916, III, 48-49). Esta acusación es muy llamativa en dos aspectos.
Primero, las tres mujeres africanas posiblemente mantenían culto a sus deidades
ancestrales, acción que fue mal interpretada como adoración al demonio y que
provocó el que fueran enviada a la hoguera. Segundo, Nicolás Ramos se atribuyó
funciones de inquisidor ordinario y de manera excesiva mandó a ejecutar a tres
personas que bajo un juicio inquisitorial hubieran sido condenadas a una pena
menor. A todas luces, Nicolás Ramos, quien al siguiente año fue nombrado obispo
de la diócesis de Santo Domingo, no conocía el procedimiento inquisitorial ni
los objetivos de este, desde el punto de vista de la corona. No obstante, es
una muestra más de cómo el fanatismo religioso afectó la vida de seres humanos
que simplemente pensaban y actuaban distinto. Posiblemente, Ana de Mena corrió
mejor suerte, aunque nunca lo sabremos ya que su historia ha quedado en la
oscuridad luego de su segundo juicio.
Conclusión
El
uso y conocimiento de las artes mágicas siempre ha sido un elemento
indispensable en la religiosidad del ser humano. El caso de Ana de Mena es solo
una muestra de cómo ciertas costumbres en el siglo XVII eras vistas como
extrañas y distintas, aunque una gran parte de la población las utilizaba y
buscaba beneficiarse de ellas. Ana de Mena, como muchas otras mujeres de su
época, optaron por desarrollar una serie de prácticas que la oficialidad no
aceptaba y que eran vistas como contrarias al orden establecido, para
susbsistir. El caso de las tres africanas quemadas por el obispo Ramos, aunque
distinto al de Ana de Mena, nos presenta el aspecto del fanatismo religioso que
algunos líderes utilizaron para adelantar sus agendas y que llevaron a que
muchas vidas se perdieran.
Ambos
acontecimientos se diferencian en la forma en que se manifestaron las supuestas
artes mágicas. Por un lado, las tres africanas ejecutadas sufrieron esta pena
por el hecho de seguir unas creencias ancestrales traídas desde sus tierras
nativas. Estas creencias eran consideradas en el mundo cristiano de la época
como diabólicas y malignas, aunque para sus practicantes representaban todo lo
contrario. Por otro lado, en el caso de Ana de Mena, nacida dentro de una misma
sociedad, y adaptada a las creencias dominantes, utilizó el conocimiento mágico
(el cual se transmite de una generación a otra), y el poco arraigo en la
población de una religiosidad oficial, para sacar provecho a un conocimiento
que no todos dominaban, pero que la mayoría de la población seguía, dado a su
inclinación hacia las supersticiones. Ana de Mena desarrolló su mundo mágico
utilizando las mismas creencias cristianas, las cuales eran el resultado de
prácticas sincréticas y antiguas, para poder crear un modo de vida sustentable
en una sociedad donde lo mágico tenía un sitial.
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