Capítulo VI: Monte adentro
La sangre en las
serranías
Heriberto Velázquez Figueroa
Ordoñez, el soldado
de los perros, tomó la vereda más lejana que atravesaba los conucos. Línea tras
línea las yucubias, plantas cuyos tubérculos se conocen como yuca, eran el
cultivo principal. Aunque de tallos finos, por su abundancia le permitían
caminar oculto. Más allá, las plantas de iajutía, otro tubérculo comestible.
Estas no eran tan altas, pero las hojas, siendo anchas lo mantenían oculto
también. Continuó poco a poco agachado hasta dónde terminaba el conuco de
iajutías. Ahora venía los difícil, a sus espaldas estaban los corrales. El
soldado temía que los chillidos de los cerdos alertaran a alguno de los
indígenas. Además, antes de llegar a las plantas de maíz y tenía que pasar por
el sembradío de yucaba. Este bejuco rastrero de tubérculos dulces, no lo
ocultaría. Se arriesgó. Se irguió y caminó con paso casual. Miró a su izquierda
como para qué pensaran que inspeccionaba los corrales de las cabras y becerros.
Varias gallinas cacareaban, pero eso era normal. Lo que no le parecía normal
era tanta reinita cantando como cuando ven un gato. Ya faltaba poco. Por
suerte, el corral de los perros y el yucayeke que el tonto hacendado había
permitido construir a los indios estaban del otro lado. “Aunque me hubiera
gustado prender fuego a este también”, pensó. Llegó al maíz y corrió. Ya no se
ocultó. Con malévola decisión se fue monte adentro.
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Ya la compañía de
padre Antonio partía. Ektor miró a su derecha. Dirigió su mirada por sobre la
enorme casona de la hacienda. Varias auras sobrevolaban en círculo más lejos hacia
el monte, como esperando que algún animal muriera para alimentarse de la
carroña. En eso, Jeitiana salió por la esquina de la casa grande y lo miró por
un momento. La mirada de la joven mulata le decía con ternura "Acá te espero".
Luego se acercó a
Ektor con una canasta y se la extendió amorosa diciéndole, “Tu bibí y yo les
cocinamos mapiros y sajes.” Por poco y las lágrimas asoman los ojos de ambos
jóvenes.
Ektor guardó la
canasta. Todos eran muy afines a comer los sorullos de maíz cocidos con los
pequeños pero sabrosos peces. El joven luego preguntó por su madre. “Está muy
triste, indispuesta por tu partida”, le contestó Jeitiana ahogando un sollozo y
se fue casi corriendo. Las auras seguían revoloteando, pero ahora algo
erráticas. Ektor miró a su abuelo, pero Sibey también lucía extrañado. Era raro
que hubiera auras tan lejos de la costa, pero la extraña sequía hacía a los
animales hacer extrañas cosas.
La compañía comenzó
su jornada, derecho abajo, rumbo al sur. Seguirían este rumbo por bastante
tiempo, hacia el bagua. Ektor se moría de ganas de volver a verlo, bañarse en
sus aguas. Planeaba buscar alguna bibagua y pescar en las raíces de los
mangles. Luego buscaría algún nido de carey o caguama recién hecho y sustraería
sólo algunos huevos y lo volvería a tapar muy rápido de manera que no se
echarán a perder el resto y nacieran los animalitos. No había porque saquear el
nido por completo.
Al llegar a la
costa virarían a su derecha, hacia donde se duerme Camuy y seguirían caminando.
Con buena fortuna encontrarían un grupo que se dirigiera a las Salinas con el
cual poner al buen padre y retornarían a La Cortesía. Allá en Las Salinas del
Cabo Rojo, el mismo Camuy se bebía las bibaguas. La sal que quedaba al irse las
lagunas de agua salada era valiosa en especial para los blancos. Hacía ya
tiempo que las explotaban comercialmente, por supuesto esclavizando al
indígena. Desde siempre se utilizaba la sal que naturalmente se podía
recolectar en Las Salinas. El sol brilla siempre muy fuerte en la zona y se produce
mucha sal naturalmente. Esta llegó a usarse incluso como moneda.
El arijuna español,
dándose cuenta de que el área podía ser explotada comercialmente no tardó en
usar al taíno para ello. De nuevo el noble indígena sufría la avaricia del
europeo. De hecho, la zona tomó tanta notoriedad que rivalizaba con los pozos
de Aguada en comercio. Por esto un grupo procedente de Los Pozos había salido a
atacar las Salinas y habían tenido una guasábara en una playa cercana. El
combate había provocado que el gobernador destacara una milicia permanentemente
en el área. Hasta allí y de día de llegar padre Antonio y de allí a la Villa de
San Germán. Por ahora él y la compañía iban monte adentro.
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Ordoñez trataba de
buscarle sentido a lo que acababa de ocurrirle. Había buscado un sitio apartado
en la falda de un monte cercano a una calzada que sabía quedaba por aquellos
cerros. De allí el fuego se propagaría rápido por la hojarasca, sin dar tiempo
a los cimarrones a escapar. Ya se los imaginaba achicharrados o ahogados por el
humo en la copa de un árbol. La brisa sería su aliada, con suerte, las
lumbreras llegarían al yucayeque y saldría de más problemas. “¡Joder! Podía ser
que hasta la casa grande se incendiara”, río para su adentro.
Riendo con
satisfacción sacó dos pedernales y comenzó a golpearlos uno contra otro por
encima de un montón de hojas y ramitas que había hecho. Pero extrañamente la
pólvora que le había puesto encima no encendía. “Está húmeda”, pensó.
Un golpe de brisa
le pegó de frente, derrumbando el montón de hojas. Intentó cambiar su cuerpo de
espaldas a dónde provenía la ráfaga, pero no conseguía proteger las hojas lo
suficiente como para que se encendieran. No importaba donde se colocará la
brisa parecía empeñarse en que no prendiera fuego a la serranía. El viento y la
hojarasca empezó a envolverlo, ha cegarlo, se acumulaba, se acumulaba.
El vendaval se
volvió un remolino. Ordoñez se puso de pie y el torbellino se agigantó. Por
encima del ruido de las hojas y el viento creyó escuchar el ulular de un
mucurú. Retrocedió y el remolino se movió con él. El soldado de los perros ya
no podía ver nada, pero escuchó un agudo y amenazante, “Uuuuuuuuuugjjjjj… ¡tsk!
uuuurrgj ¡tsk!”
En su mente
identificó de inmediato, el rugir de una mangosta enfurecida. Se imaginó las
babeantes fauces, a la vez que escuchó el chillido agresivo de una jutía.
Trato de huir y
cayó hacia atrás. Alcanzó a ver un animal que se le abalanzaba encima al tiempo
que parecía perseguirse a sí mismo.
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Ordoñez yacía en el
suelo. El desgarrador dolor lo arrancó de sus recuerdos y lo volvió a la
realidad. Trato de encontrarle sentido a lo que le había ocurrido, el terror
que vivió, lo que había visto. Su corta mente no entendía, no encontraba
explicación para aquel torbellino de hojarasca que se le había echado encima y
menos aquel animal que oculto en la hojarasca lo atacó, qué le arrancó la
lengua, le sacó los ojos, le despedazó las manos. ¿Cómo era que estaba vivo? De
seguro esto era lo que había matado a Mendoza y posiblemente a los otros. Ahora
entendía porque el maldito indio Sibey decía, “Uña y diente… yucá pa’l blanco.”
Ordoñez sentía
brasas ardientes en sus heridas, sus manos eran jirones, colgajos. Recordó que
trató de usarlas para protegerse el rostro del ataque y el animal descargó su
furia contra éstas, antes de arrancarle la lengua y los ojos. El soldado no
sabía de este animal, nunca lo había visto u oído de él. Según la brisa fue a
ser un vendaval, así se revolvía su mente como un pequeño juracán.
El dolor era
espantoso pero su mente militar y disciplina le hicieron ponerse de pie. De
seguro el olor de la sangre atraería alguna otra alimaña. Tenía que volver a la
hacienda. No tenía manera de comunicarse, pero era su única opción para
sobrevivir. Además, tenía que buscar la forma de decir lo que había visto, lo
que había pasado. Lo importante era sobrevivir.
La sangre que
manaba de su lengua cercenada se le ataponaba en la garganta. Tocio y un puñal
de dolor se le clavó en el cerebro. El ataque de tos lo hizo convulsar. Hincó
los codos en sus costados para no desmayarse. Sin saber cómo iba a hacerlo
trató de orientarse en el bosque. Consiguió fuerzas para sobreponerse al dolor
y lanzar ininteligible y lastimero grito cómo lo hacen los indígenas cuando son
destrozados por los perros.