HACIA
UNA HERMENÉUTICA DE LA PUERTORRIQUEÑIDAD
Por
Pedro Reina Pérez
Prólogo al libro de Reynaldo Padilla Teruel, Sacralidad, ideología y estética (Lajas, Editorial Akelarre, 2017).
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Podrá pensarse que sobre la
puertorriqueñidad —ese concepto elaborado
como esencia de un proyecto partidista— todo está dado. Poco se repara en su génesis, su imaginario, sus
mecanismos de significación y permanencia. El trabajo que tiene el lector en
sus manos en un intento ambicioso por descorrer con denuedo una de sus obras
fundacionales: la película El Santero
realizada por la División de educación a la comunidad (DIVEDCO). Dice el autor Reynaldo Padilla-Teruel que “el cine reclama una
realidad que de alguna manera u otra superará siempre lo ya dado en el
espectador como experiencia, creando así una sensación ideal de trascendencia.
En este sentido, el cine siempre es utopía y retiene en sí un carácter de
imaginación profunda”. La explicación de esa utopía, vista a través de esta película es el
objetivo de este libro. Empero, para comprender el mérito del análisis
propuesto en esta obra, es menester un comentario sobre el contexto histórico.
El proyecto de la División de
Educación a la Comunidad (DIVEDCO), acometido desde el Departamento de
Instrucción Pública de Puerto Rico, inauguró un capítulo de gran riqueza y suma
complejidad literaria y visual en el devenir del proyecto público de cultura
patrocinado por el gobierno de la isla. Su división de cine fue particularmente
prolífica en la realización de un amplio catálogo de películas cuyo propósito
era alcanzar una población adulta con baja escolaridad para educarle sobre
temas puntuales de higiene, salud y también cultura, con énfasis en lo
puertorriqueño. Este último tracto, el de la cultura, se constituyó como una de
las urgencias programáticas, en tanto que se concedía una alta prioridad a
sensibilizar respecto a unos valores que estaban consensuados con el proyecto
político del partido en el poder, es decir, el Partido Popular Democrático de
Luis Muñoz Marín.
Debe recordarse que en 1947 se depuso
el intento de asimilación norteamericana en el sistema público mediante la
educación en inglés y, como respuesta, se emprendió una iniciativa amplia de
educación no tradicional con claro acento en lo puertorriqueño, de la cual la
DIVEDCO formó parte fundamental. Se educaba para una nueva ciudadanía, un nuevo
tiempo donde “el pueblo entraba en escena”, marcado por un intenso proceso de
industrialización. Se definía lo puertorriqueño en oposición a lo que no lo
era, se enfatizaban unos rasgos esenciales muy ligados al mundo de la ruralía
que vivía justamente el impacto del cambio modernizador. Se pretendía el cambio
material a la vez que se perseguía la sublimación de cualquier deseo de
transformación espiritual. Era pues un momento fundacional en todo el sentido
de la palabra, pues lo que se iniciaba, era un nuevo discurso
constitutivo de lo puertorriqueño, impulsado desde el estado, que ponía en
circulación nuevos relatos históricos y literarios, entre muchos otros, que
conformaban un nuevo imaginario. Como todo sistema de representación, ese
imaginario definía un universo simbólico a la vez que revelaba una sintaxis que
posibilitara su elucidación.
El Santero, cortometraje de 27 minutos
realizado en 1956, escrito por Ricardo Alegría y dirigido por Amílcar Tirado,
es un texto visual de notable complejidad en su estructura narrativa y de
contenido. Esta película se instaló en el imaginario del paisaje rural que
servía como ombligo de este mundo donde el jíbaro asumía su nueva posición
subjetiva como esencia de lo puertorriqueño.
Haciendo uso de una estrategia común
en la DIVEDCO de posibilitar que personas se representasen a sí mismos —muy
familiar al neorrealismo italiano—, la película se enfoca en la vida de don
Zoilo Cajigas y Sotomayor, anciano tallador de imágenes religiosas en madera,
del pueblo de Aguada. La talla de santos de palo, como también se le conoce,
respondía a la demanda popular de imágenes para el culto católico casero, que
fueran baratas y accesibles. Como ha señalado Ángel Quintero Rivera, la
religiosidad popular no-institucional, que demarca su vivir fuera del control
del estado y sus instituciones, irá conformando una dimensión de la vida
social. Don Zoilo es seleccionado para protagonizar un filme que propondrá al
artesano como sumo sacerdote de la cultura, en tanto que poseedor de un saber
centenario, que se encuentra amenazado. Se trata de la constitución de un mito
del origen, en el sentido literal del término.
Luego de un tiro de cámara de
un paisaje rural montañoso, el narrador presenta al tallador de santos como
figura central de una práctica mística cuyos orígenes lo anteceden por cuatro
siglos, es decir, desde el comienzo de la conquista. Continúa valorizando la faena de tallar santos, es decir,
darle materialidad a lo sagrado en la cultura, aquello que es consustancial a
lo divino, práctica que se encuentra –enfatiza el
narrador- amenazada por los avances de la modernización y el progreso, que
ofrece al devoto imágenes fabricadas de yeso y producidas en grandes
cantidades, sin valor estético o simbólico. Finalmente, el narrador presenta al
protagonista de la cinta como un arquetipo del sacerdote de la cultura, cuyo
oficio peligra literalmente ante la amenaza de lo ilegítimo –representado por
lo nuevo y barato, que amenaza con desplazarlo. Acto seguido termina la
locución, y la cinta nos muestra a don Zoilo en la soledad de su casucha
campesina, con una banda o cortina musical de naturaleza
coral –el Coro de la Universidad de Puerto Rico nada menos-
entonando música sacra. Este acompañamiento coral hará las veces de narrador
tácito puesto que acentuará con sus voces los momentos cruciales de la cinta.
Esta dimensión exclusivamente musical deviene vector poderoso para el encuadre
de la cinta, cuyo momento inicial –el emplazamiento de
don Zoilo en su humilde casa- ocurre al compás de un “kyrie eleison” que en la
tradición cristiana es una aclamación laudatoria muy antigua que se recita al
inicio de la liturgia eucarística; el “kyrie” confiesa la supremacía de
Jesucristo sobre la humanidad y su historia, a la vez que el eleison clama por
la piedad. Al enunciarse juntos constituyen una clara profesión de fe. El resto
de la película se musicalizó con otras piezas igualmente poderosas del
repertorio coral religioso.
El trayecto de la cinta a partir de
este punto nos muestra a don Zoilo aprestándose con hacha en mano para
seleccionar un árbol apropiado para la talla. Una vez lo localiza, procede a
medirlo y marcarlo con una escuadra, tras lo cual procede a cortarlo. De la
nada, aparece una niña de claras facciones indígenas que, vestida de blanco
observa cómo, en un momento determinado, de los golpes del hacha contra la
madera, sale un cemí de piedra que cae a los pies de la niña, que lo toma en
sus manos, mientras intercambia una mirada con el anciano que, con madera en
mano, se devuelve a su casa a realizar la talla. Este encuentro de claros
ribetes proféticos donde se sugiere el entrecruzamiento del mundo indígena con
el occidental es sin duda enigmático y sugestivo, aunque no alcanza a
resolverse en el resto del filme, quedando abierto para la interpretación
poética.
Las tomas del proceso de talla nos
revelan que se trata de una virgen negra, una Virgen de la Monserrate, cuya
tonalidad de piel insinúa el tema de la mezcla racial, combinada con el
religioso. Finalizado el proceso de tallar la imagen, el anciano la venera
tocando un tiple para significar la ocasión. Luego se apresta a venderla,
acudiendo a la iglesia del pueblo. Apostado en la puerta del templo observa
cómo los feligreses le desprecian, haciendo gestos de disgusto con las manos,
mientras una persona le muestra una virgen de yeso de tez blanca, que al
parecer son las preferidas del momento. Acto seguido se muestra una secuencia
de tiros de cámara que revelan el proceso de producción en masa de dichas
imágenes religiosas. Cansado, y sin haber
podido vender el fruto de su trabajo, el anciano se acerca a un par de jóvenes
que con la mano le señalan un camino. La cámara presenta entonces un primer
plano de la torre de la Universidad, revelando ésta como el lugar al que se
referían dichos jóvenes. Cansado y subiendo con dificultad las escaleras de la
entrada, don Zoila accede al Museo donde, tras una corta
negociación, le harán un espacio a la talla de su virgen, en una
vitrina de exhibición, mientras el coro entona con brío un aleluya glorioso que
marca el fin de este relato.
De todos los proyectos fílmicos de la
DIVEDCO éste es uno de los más osados y además de los más complejos, en tanto
que conjuga una clara voluntad política que va a contrapelo del proyecto
estatal de cultura que discurría por otro camino. Nos muestra también una serie
de negociaciones que nos permiten asir de esta manera el texto como espejo de
las tensiones propias de un proyecto que privilegiaba lo cultural y silenciaba
lo político.
Tomemos la figura de don Zoilo, de
rostro envejecido y figura menuda, elevado a sumo sacerdote, no sólo del saber
artesanal/místico, sino también de los misterios de la cultura en su dimensión
material, es decir las artesanías, asediado por un
progreso que amenaza no tanto su modo de vida, sino su visión del mundo
místico, de sus mandamientos y reglas constitutivas, en cuya interpretación
está él y únicamente él iniciado. En el caso del protagonista, se trata un
asceta en “stricto senso”, con todos los atributos propios de esta figura
arquetípica, personificado por un jíbaro puertorriqueño, que vive en soledad y
en constante contemplación, salvo cuando tiene que interpelar al otro para el
intercambio de bienes simbólicos que representan su salvación y a la vez su
supervivencia.
Su representación es una puesta en
juego desde el estado de uno de los relatos más emblemáticos y contradictorios
de lo puertorriqueño que deposita en la épica de la figura del jíbaro, el
asunto de la identidad nacional, con claras contradicciones pues propone de una
parte la superación de la marginalidad de la pobreza rural, a la vez que la
preservación de una esencia, en este caso conjugada en un misterio: el de la
cultura. Solo que esta vez ése mismo misterio se expresa en un objeto material
de culto que es la figura tallada. Este juego de la pieza artesanal como
símbolo de lo sagrado, como objeto mítico es un dispositivo didáctico poderoso que
equipara lo religioso –la Virgen negra, además-
con un saber histórico y cultural, cuyo origen se sugiere ancestral. Si la
cultura vista de este modo es sagrada, y lo sagrado es siempre un misterio, la
única actitud posible ante éste es la de la fe, actitud ante la cual no caben
los cuestionamientos. En el análisis que el lector tiene ante sí, Padilla-Teruel lo resume de este modo:
En el film, el don del santero Cajigas se eleva a niveles sublimes ya que en él recae todo el peso fílmico-representacional de una tradición ancestral y originaria. La talla de imágenes religiosas es expuesta como imaginería popular, rango estético-semántico más alto que puede adquirir el arte y la publicidad homogeneizadora de las imágenes producidas por una cultura, para que así le sea apelante, o al menos produzca algún estímulo entre sus miembros. Así pues, lo que se considera como imaginería popular tiene el reconocimiento de la mayoría, sino de todos los miembros de una comunidad, a saber, la comunidad puertorriqueña.
La amenaza que se cierne sobre el edén
rural puertorriqueño proviene de la manufactura en masa, seriada, de falsos
objetos, carentes de la consagración religiosa y por ende, de validación,
aunque su poder de seducción es amplio y significativo. En pocas palabras, su
posesión, aunque es asequible por barata, carece de valor ritual. Se trata de
objetos paganos, que no se asumen como verdaderos.
Las alusiones al proceso amplio de
industrialización y sus consecuencias en la película son obvias, pero reducen
el rechazo de la tentación de lo moderno a una decisión emotivo-racional que se
controla a base de voluntad, y que ignora la fuerza de un inconsciente que
gobierna los actos del sujeto por encima de su propio deseo. En sentido
sicoanalítico su posesión como símbolo de lo moderno se puede interpretar
dentro de la lógica del goce, que nos aparta del deseo que, al desconocerse, se
padece.
Se revela aquí el comentario político
del guionista que apunta con su crítica a los afanes públicos por marcar un
rumbo hacia el progreso, a pesar del costo que supone la pérdida de cierto modo
de vida tradicional, cosa que no es exclusiva de Puerto Rico sino de América
Latina en su tránsito hacia una modernidad tardía. No obstante, este documental
se suma a otros producidos por la DIVEDCO que develan un notable filo crítico
respecto a las contradicciones del proyecto del que forman parte, cosa que
denota una cierta tensión contradictoria.
Acaso la dimensión más tensa y problemática
sea la de intentar inscribir la Universidad de Puerto Rico como escenario de
salvación o tierra prometida ante la indiferencia general expresada en el
rechazo al santero, cuyo saber ya no cotiza en el mercado del interés
ciudadano. Esa torre universitaria, convertida en obelisco que cifra una
jerarquía de saberes, se insinúa como sensible en su museo, a los encantos de
la cultura popular. No obstante, sabemos que ese interés es más formal que
trascendente, pues en sus vitrinas, lo que de otra manera sería figura
devocional, se convierte en objeto museológico, privado de su significado
original en una operación que lo convierte en objeto coleccionable y
arqueológico. Este intento por acercar la Universidad a los saberes populares
fue un acto fallido que la DIVEDCO abandonaría en proyectos subsiguientes, en
tanto que ese lugar institucional sería ocupado por el Instituto de Cultura
Puertorriqueña. El ICP se constituiría en sede de ese saber patriarcal y
jerarquizado que designaría los órdenes y los significados de las expresiones
materiales de la cultura.
Con un aparato teórico robusto y una
mirada original, Reynaldo Padilla-Teruel va tejiendo, con los hilos de la obra
de marras, un argumento que la revela y cuestiona en modos inéditos, poniendo
al descubierto nuevas dimensiones. Reconociendo los méritos de sus creadores,
pero cuidando la distancia con sus fines, el autor contribuye a poblar una bibliografía
nueva, que abrirá la puerta a interpretaciones noveles. De seguro que el lector
sabrá apreciar el mérito que este libro tiene para la reputación académica del
autor y para el estudio de la cultura puertorriqueña contemporánea.
Me parece interesante la propuesta del autor.
ResponderBorrarSaludos Sara. Gracias por el comentario. La obra es una edición de una tesis de maestría del Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe. Es excelente para los estudiosos de la historia del cine.
BorrarMuy buen prólogo. Me despierta el interés por la pieza cinematográfica también. Buscaré para observarla.
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