La testigo estaba aterrorizada. Sollozaba
sin parar, no por lo que contaría, le tenía sin cuidado cualquier acción que
Jusefa Ruiz tomara contra ella. Su preocupación mayor era el funcionario
inquisitorial. No importaba que tuviera una figura fornida, ni la altura de un
nefilim[3],
tampoco que fuera el más ávido funcionario del rey. Era solamente lo que
representaba. Un poder desconocido que venía directo del sagrado Cielo, que
impartía justicia divina, que aterrorizaba a los pecadores y aseguraba que
estos no tuvieran que esperar el fuego eterno en el infierno ya que en la
tierra la hoguera realizaba esta función.[4]
La hoguera, en realidad, era mucho
más que eso. Ella lo sabía, no porque la hubiera visto en acción, tampoco por
el temor que se difundía sobre este instrumento divino del cual se hablaba en
todas las esquinas donde los pecadores se reunían, sino que su temor ya estaba
impregnado en su sangre.[5] Había
pasado de generación en generación, todos le temían, más cuando unas palabras
mal interpretadas podían llevar al testigo a convertirse en acusado. Situación
que en ocasiones ocurría.[6]
También le llegaba a la mente la
figura de un tal Torquemada[7],
cuyo nombre evocaba el sufrimiento de miles, la agonía de otros tantos. Este
era un personaje que ella nunca había conocido, era un ser de supuestos poderes
recibidos por el mismísimo Dios. Para la testigo, Torquemada, había sido el
inventor de la hoguera, de la cual muchos consideraban una forma celestial de
purificar el cuerpo, de limpiar los pecados del no creyente. Pero la hoguera,
según los pecadores, era mucho más. Era la herramienta que llevaba a los infractores
de la fe a pensar en lo que podría ser su último sufrimiento en la Tierra. Era un
instrumento de pesadumbre para el impenitente que no pudiera arrepentirse de su
falta de fe. Para otros, era la puerta al infierno, donde la gracia y
benevolencia de Dios no llegaba por más que se esperara.
La testigo, aunque sabía que no
había cometido mal alguno, y que no
tenía que pensar en penas corporales tales como los azotes, y menos, pensar en
la hoguera como el lugar donde dejaría sus últimos suspiros, sufría un inmenso
dolor al comprender que dentro de los poderes inquisitoriales que el comisario
podía utilizar estaba enviarla a la cámara de torturas. El no ser la acusada no
le eximía de ella. Allí sentiría en carne propia lo que su madre le relataba de
niña, que a su vez fue contado por su abuela y que era enseñado a los más
chicos de cada generación para prevenirlos de caer en malos pasos.
Sin embargo, también se rumoraba
que en la ciudad de Santo Domingo no existía tal cámara de torturas y que ese
era otra artimaña de las autoridades para mantener a raya a los pecadores. En
lo que no había duda era que el poder secular mantenía alguno que otro
individuo especializado en sacar confesiones, en hacer sufrir a sus víctimas y
hasta motivar que un mudo hablara si fuera necesario. Sin embargo, ambos
poderes, aunque unidos en la voluntad del Monarca, en el diario vivir eran como
el agua y el aceite.
La testigo, en todo caso, no
deseaba comprobar la existencia de este lugar de horribles sufrimiento. El
miedo a soportar tortura, desnuda frente a un grupo de hombres que la
observaran mientras se retortijara de dolor no le era agradable. El pensar que
sería amarrada boca arriba con una mancuerda sobre sus muñecas, tobillos o
hasta de un muslo en una mesa que era conocida como el potro la llevaba a
desear nunca haber llegado allí. El diseño del potro, era de por sí repulsivo,
ya que era una mesa levemente plegada en el medio, creando un ángulo de
incomodidad. No obstante, esto no era todo, en la parte más elevada de la mesa,
donde el torturado tendría su cintura se encontraba un travesaño de madera que
aumentaba aún más la agonía del penitente. Lo peor comenzaba al momento que la
mancuerda era estirada mediante el giro de una rueda que el verdugo utilizaba
para llevar a estrangular las articulaciones del torturado. Todo esto
representaba mucho dolor y la testigo no estaba dispuesta a soportarlo.
La sala de testificación era oscura.
La única luz que penetraba a ella era la de una pequeña ventana que la testigo
tenía a sus espaldas y que alumbraba directamente sobre la esquina donde el
escribano realizaba sus anotaciones. El comisario, un presbítero que había
comprado el puesto, sólo le pidió que dijera lo que tenía que decir sobre la
acusada. El escribano, un sacerdote secular, no la observaba, limitándose a
escribir los argumentos de la testigo. El testigo que firmaría la testificación,
un fraile agustino, observaba a la negra de manera amenazante para hacerla
recordar que debía decir la verdad en todo momento.
La testigo, para no sentirse
intimidada, cerró sus ojos y comenzó diciendo que la negra liberta Jusefa Ruiz
había ido junto a una pareja de negros al lugar donde el día anterior se había
enterrado una criatura que había nacido muerta. Entre los tres desenterraron el
cadáver mientras que el negro hacía balidos de cabra y las dos negras
cacarearon como gallinas. La testigo no se atrevió a salir por la actuación del
trío. Al ellos finalizar salieron volando. Las siguientes noches, el grupo de
brujos regresó. Esta vez a molestar a la testigo. La asustaban al realizar
vuelos nocturnos donde sobrevolaban su bohío, lo que provocaba que la testigo
cerrara sus ventanas. En varias ocasiones el trío de brujos lograron penetrar
su casa, caminaban por las paredes y el techo, atacaban inmisericordemente a la
testigo. También se escondían debajo de la cama y desde allí cantaban como
gallinas y hasta se transfiguraban en ratones dejando solo sus rostros.
En una ocasión, Jusefa Ruiz, en
forma de ratón le arrebató un pedazo de casabe a la testigo. Esta se armó de
valor y corrió tras la intrusa, quién subió a la cama de la testigo pero no
pudo escapar llevándose el casabe. Al tener tan cerca a ese ser pudo comprobar
que Jusefa Ruiz era una del grupo de brujas y brujos que aterrorizaba la
región.
El escribano en ningún momento le
dio una mirada a la negra que testificaba. El testigo de la declaración se
mantuvo muy serio e impaciente. El comisario, orgulloso de poder cuadrar su
primer caso inquisitorial sonreía. Era una sonrisa maliciosa, con deseo de ver
a alguien achicharrarse en la hoguera, pero a la vez con el beneplácito de
haber completado su misión y con el único deseo reprimido de no poder mandar a
nadie a ser torturado fuera esta Jusefa Ruiz o su testigo.
[1] Narrativa histórica redactada en
formato de microhistoria utilizando elementos de la literatura tradicional para
presentarla de manera más atractiva. La versión aquí presentada fue revisada
para que cumpla con los enfoques metodológicos de un estudio histórico. Se ha
presentado de manera íntegra a su versión original y se le ha añadido una serie
de notas al calce explicando los diversos puntos presentados. El proceso
inquisitorial de Jusefa Ruíz fue uno de los casos reseñados en mi obra La Inquisición española y las supersticiones
en el Caribe hispano a principios del siglo XVII: Un recuento de creencias
según las Relaciones de fe del Tribunal de Cartagena de Indias, págs. 177,
183, 236, 239 y 244. La narrativa sobre la testigo fue presentada originalmente
como parte de la antología de narraciones de El sur visita al sur 2012; y en el blog de narrativa histórica funespa2010.blogspot.com.
[2] Jusefa Ruíz fue presentada como
hechicera, adjurando levemente por sus pecados relacionados a esta práctica, en
el auto público de fe celebrado en 13 de marzo de 1622, en la ciudad de
Cartagena de Indias, Nueva Granada. La acusada era natural de la ciudad de
Santo Domingo, La Española y fue referida por el comisario inquisitorial de
esta ciudad al Tribunal inquisitorial por los delitos de brujería y hechicería.
El referido fue sometido junto a doce testificaciones. El documento original
puede ser encontrado en el Archivo Histórico de Madrid, Sección de la
Inquisición, Libro 1020, ff. 227-230v.
[3] Las criaturas surgidas de la
unión de los hijos de Dios (los ángeles caídos) y las humanas. Los nefilim eran
gigantes y según el “Génesis” fuero los grandes héroes de la antigüedad.
[4] El uso del miedo como
herramienta para mantener control sobre la población es analizado por
Bennassar, Bartolomé: Inquisición
española: Poder político y control social, págs. 92-125. Otro autor que
analiza el uso del miedo por parte de la inquisición es Kamen, Henry: La Inquisición española, pág. 249 ss.
Debemos ver, que la imagen aterrorizadora de esta institución creaba cierto
inquietud, suspicacia y temor entre la población general. El miedo, en
combinación con el uso del secreto llevaron a la población general a crear
mitos sobre la ferocidad de los inquisidores y sus asesores.
[5] De manera oficial, la
Inquisición española no estaba facultada al uso de la hoguera, este era una
labor de las autoridades seculares donde estaban ubicados los distintos
tribunales. Para la ejecución de un reo, el inquisidor declaraba en la sentencia
que el acusado sería entregado al brazo secular para que este cumpliera con la
relajación. De manera general, los tribunales inquisitoriales tendían a ser
menos severos que los tribunales civiles. Por ejemplo, en el 1622, un grupo de
ingleses, de religión anglicana, fueron apresados en las costas de Tierra
Firme, fueron acusados por piratería en el fuero secular, su castigo, la horca.
No obstante, el ser piratas no les convertía en idiotas; por lo cual, piden ser
confesados y aprovechan para pedir que la Inquisición interviniera con ellos.
El resultado final de esta intervención fue que salvaron sus vidas, ya que decidieron
reconciliarse con “la verdadera fe”. Otro punto que debemos conocer es que el uso
de la hoguera por parte de la Inquisición en el Caribe sólo podía ser realizado
en la ciudad de Cartagena de Indias, ya que allí estaba ubicado el tribunal inquisitorial.
Ningún funcionario fuera de los inquisidores podía otorgar esta sentencia.
[6] Fueron muchos los ejemplos de
casos comenzados contra una persona donde se delataban a otros implicados.
[7] Tomás de Torquemada (1420-1488)
fue primer inquisidor de Castilla. El periodo de su incumbencia es considerado
el más sangriento en toda la historia de la Inquisición española.
Me quedé con ganas de leer más. Qué injusticia...
ResponderBorrarGracias Diane, definitivamente no era fácil para los acusados o los testigos de la Inquiisción.
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