miércoles, 8 de agosto de 2018

La sangre en las serranías capítulo vi


Capítulo VI: Monte adentro
La sangre en las serranías
Heriberto Velázquez Figueroa

Para adquirir
Ordoñez, el soldado de los perros, tomó la vereda más lejana que atravesaba los conucos. Línea tras línea las yucubias, plantas cuyos tubérculos se conocen como yuca, eran el cultivo principal. Aunque de tallos finos, por su abundancia le permitían caminar oculto. Más allá, las plantas de iajutía, otro tubérculo comestible. Estas no eran tan altas, pero las hojas, siendo anchas lo mantenían oculto también. Continuó poco a poco agachado hasta dónde terminaba el conuco de iajutías. Ahora venía los difícil, a sus espaldas estaban los corrales. El soldado temía que los chillidos de los cerdos alertaran a alguno de los indígenas. Además, antes de llegar a las plantas de maíz y tenía que pasar por el sembradío de yucaba. Este bejuco rastrero de tubérculos dulces, no lo ocultaría. Se arriesgó. Se irguió y caminó con paso casual. Miró a su izquierda como para qué pensaran que inspeccionaba los corrales de las cabras y becerros. Varias gallinas cacareaban, pero eso era normal. Lo que no le parecía normal era tanta reinita cantando como cuando ven un gato. Ya faltaba poco. Por suerte, el corral de los perros y el yucayeke que el tonto hacendado había permitido construir a los indios estaban del otro lado. “Aunque me hubiera gustado prender fuego a este también”, pensó. Llegó al maíz y corrió. Ya no se ocultó. Con malévola decisión se fue monte adentro.
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Ya la compañía de padre Antonio partía. Ektor miró a su derecha. Dirigió su mirada por sobre la enorme casona de la hacienda. Varias auras sobrevolaban en círculo más lejos hacia el monte, como esperando que algún animal muriera para alimentarse de la carroña. En eso, Jeitiana salió por la esquina de la casa grande y lo miró por un momento. La mirada de la joven mulata le decía con ternura "Acá te espero".

Luego se acercó a Ektor con una canasta y se la extendió amorosa diciéndole, “Tu bibí y yo les cocinamos mapiros y sajes.” Por poco y las lágrimas asoman los ojos de ambos jóvenes.

Ektor guardó la canasta. Todos eran muy afines a comer los sorullos de maíz cocidos con los pequeños pero sabrosos peces. El joven luego preguntó por su madre. “Está muy triste, indispuesta por tu partida”, le contestó Jeitiana ahogando un sollozo y se fue casi corriendo. Las auras seguían revoloteando, pero ahora algo erráticas. Ektor miró a su abuelo, pero Sibey también lucía extrañado. Era raro que hubiera auras tan lejos de la costa, pero la extraña sequía hacía a los animales hacer extrañas cosas.

La compañía comenzó su jornada, derecho abajo, rumbo al sur. Seguirían este rumbo por bastante tiempo, hacia el bagua. Ektor se moría de ganas de volver a verlo, bañarse en sus aguas. Planeaba buscar alguna bibagua y pescar en las raíces de los mangles. Luego buscaría algún nido de carey o caguama recién hecho y sustraería sólo algunos huevos y lo volvería a tapar muy rápido de manera que no se echarán a perder el resto y nacieran los animalitos. No había porque saquear el nido por completo.

Al llegar a la costa virarían a su derecha, hacia donde se duerme Camuy y seguirían caminando. Con buena fortuna encontrarían un grupo que se dirigiera a las Salinas con el cual poner al buen padre y retornarían a La Cortesía. Allá en Las Salinas del Cabo Rojo, el mismo Camuy se bebía las bibaguas. La sal que quedaba al irse las lagunas de agua salada era valiosa en especial para los blancos. Hacía ya tiempo que las explotaban comercialmente, por supuesto esclavizando al indígena. Desde siempre se utilizaba la sal que naturalmente se podía recolectar en Las Salinas. El sol brilla siempre muy fuerte en la zona y se produce mucha sal naturalmente. Esta llegó a usarse incluso como moneda.

El arijuna español, dándose cuenta de que el área podía ser explotada comercialmente no tardó en usar al taíno para ello. De nuevo el noble indígena sufría la avaricia del europeo. De hecho, la zona tomó tanta notoriedad que rivalizaba con los pozos de Aguada en comercio. Por esto un grupo procedente de Los Pozos había salido a atacar las Salinas y habían tenido una guasábara en una playa cercana. El combate había provocado que el gobernador destacara una milicia permanentemente en el área. Hasta allí y de día de llegar padre Antonio y de allí a la Villa de San Germán. Por ahora él y la compañía iban monte adentro. 
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Ordoñez trataba de buscarle sentido a lo que acababa de ocurrirle. Había buscado un sitio apartado en la falda de un monte cercano a una calzada que sabía quedaba por aquellos cerros. De allí el fuego se propagaría rápido por la hojarasca, sin dar tiempo a los cimarrones a escapar. Ya se los imaginaba achicharrados o ahogados por el humo en la copa de un árbol. La brisa sería su aliada, con suerte, las lumbreras llegarían al yucayeque y saldría de más problemas. “¡Joder! Podía ser que hasta la casa grande se incendiara”, río para su adentro.

Riendo con satisfacción sacó dos pedernales y comenzó a golpearlos uno contra otro por encima de un montón de hojas y ramitas que había hecho. Pero extrañamente la pólvora que le había puesto encima no encendía. “Está húmeda”, pensó.

Un golpe de brisa le pegó de frente, derrumbando el montón de hojas. Intentó cambiar su cuerpo de espaldas a dónde provenía la ráfaga, pero no conseguía proteger las hojas lo suficiente como para que se encendieran. No importaba donde se colocará la brisa parecía empeñarse en que no prendiera fuego a la serranía. El viento y la hojarasca empezó a envolverlo, ha cegarlo, se acumulaba, se acumulaba.

El vendaval se volvió un remolino. Ordoñez se puso de pie y el torbellino se agigantó. Por encima del ruido de las hojas y el viento creyó escuchar el ulular de un mucurú. Retrocedió y el remolino se movió con él. El soldado de los perros ya no podía ver nada, pero escuchó un agudo y amenazante, “Uuuuuuuuuugjjjjj… ¡tsk! uuuurrgj ¡tsk!”

En su mente identificó de inmediato, el rugir de una mangosta enfurecida. Se imaginó las babeantes fauces, a la vez que escuchó el chillido agresivo de una jutía.
Trato de huir y cayó hacia atrás. Alcanzó a ver un animal que se le abalanzaba encima al tiempo que parecía perseguirse a sí mismo. 
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Ordoñez yacía en el suelo. El desgarrador dolor lo arrancó de sus recuerdos y lo volvió a la realidad. Trato de encontrarle sentido a lo que le había ocurrido, el terror que vivió, lo que había visto. Su corta mente no entendía, no encontraba explicación para aquel torbellino de hojarasca que se le había echado encima y menos aquel animal que oculto en la hojarasca lo atacó, qué le arrancó la lengua, le sacó los ojos, le despedazó las manos. ¿Cómo era que estaba vivo? De seguro esto era lo que había matado a Mendoza y posiblemente a los otros. Ahora entendía porque el maldito indio Sibey decía, “Uña y diente… yucá pa’l blanco.”

Ordoñez sentía brasas ardientes en sus heridas, sus manos eran jirones, colgajos. Recordó que trató de usarlas para protegerse el rostro del ataque y el animal descargó su furia contra éstas, antes de arrancarle la lengua y los ojos. El soldado no sabía de este animal, nunca lo había visto u oído de él. Según la brisa fue a ser un vendaval, así se revolvía su mente como un pequeño juracán.

El dolor era espantoso pero su mente militar y disciplina le hicieron ponerse de pie. De seguro el olor de la sangre atraería alguna otra alimaña. Tenía que volver a la hacienda. No tenía manera de comunicarse, pero era su única opción para sobrevivir. Además, tenía que buscar la forma de decir lo que había visto, lo que había pasado. Lo importante era sobrevivir.

La sangre que manaba de su lengua cercenada se le ataponaba en la garganta. Tocio y un puñal de dolor se le clavó en el cerebro. El ataque de tos lo hizo convulsar. Hincó los codos en sus costados para no desmayarse. Sin saber cómo iba a hacerlo trató de orientarse en el bosque. Consiguió fuerzas para sobreponerse al dolor y lanzar ininteligible y lastimero grito cómo lo hacen los indígenas cuando son destrozados por los perros.

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